No he tenido una formación académica cercana a la pintura, aunque soy diseñador gráfico y algo me toca… Pero me encanta acercarme a esa magnífica manifestación del ser humano, porque es necesario, conveniente y porque nos muestra caminos y miradas imprescindibles para nuestra civilización occidental avanzada, igualitaria y solidaria que representa nuestro entorno social, económico y cultural: la civilización del mundo con valores más democráticos, inclusivos y tolerantes.
Es verdad que me he formado como diseñador gráfico y mi trabajo, después de treinta años, tiene cosas en común con las artes plásticas porque manejamos términos similares como forma, color, textura, intención… Con un emisor del mensaje y un receptor que, en mi caso, eran los lectores de las revistas donde trabajé y que ahora sois los lectores y lectoras en esta aventura de #Tintamanchega.
Para acercarnos más al objetivo de esta miniserie de cuatro artículos –disfrutar del arte abstracto– propongo ahora un camino diferente que no excluyente, sino complementario, del que recorrimos en las dos primeras entregas de este tema. Y querría empezar con una rapidísima historia del arte, que interpreto y propongo como puedo, sin ser un experto sino un aficionado que goza disfrutándolo.
¿Porqué surgió el arte abstracto?
Es verdad que desde siempre el ser humano ha acudido a la representación gráfica de forma muy hermosa: las prehistóricas pinturas rupestres son una buena muestra. Pero sospecho que nunca sabremos si las pinturas rupestres eran realmente arte. Porque creo –y es una opinión personal– que el arte existe solo si tiene consciencia de sí mismo, si hay una voluntad de realizar un trabajo artístico consciente, lejos de cualquier otro propósito práctico.

Permitidme una pregunta…: ¿si manchamos las patitas de un gatito con pintura –no tóxica, al agua y de fácil limpieza, ¡ojo…!– y lo hacemos caminar sobre un papel en blanco, ¿podríamos decir que sus huellas, rastros, salpicaduras y manchurrones son una obra de arte? Podría llegar a ser hermoso, ¿por qué no?, eso nadie lo duda y yo tampoco, pero estoy plenamente seguro de que la voluntad del gato no es hacer arte. Será como mucho acercarse a visitar su comedero o su camita para echarse una siesta.
No sabemos si en la prehistoria existía una voluntad clara de crear por el pleno, puro e inmaculado placer de crear, o si por contrario aquellas pinturas –muchas de magnífica factura, sin duda– tenían un fin mágico, supersticioso, práctico, o cualquier otro destino. Y también es verdad que se han encontrado figurillas prehistóricas modeladas en barro o talladas en hueso muy curiosas y hermosas que nos hacen pensar qué es lo que movía a nuestros antepasados a desarrollar ese tipo de manifestación plástica.
Pero, ¿los que pintaban o tallaban esas imágenes tenían consciencia de sí mismos y se atribuían ese estatus como «artistas y autores»? No lo sabemos, pero yo creo que no.

Como creo que la existencia del arte es cuestión de voluntad de ser, (esa voluntad irredenta puesta en su máximo valor como nunca se ha manifestado en El caballero inexistente, la deliciosa novela de Italo Calvino) y nadie me sabe decir si los prehistóricos tenían esa consciencia, me amenazará para siempre esa duda.
Voy a dejar este asunto aquí, en la duda y sospecha eterna, porque el salto hasta el arte abstracto es demasiado largo como para hacer este tránsito buceando desde la prehistoria, y porque necesito sacar la cabeza de este mar de oscuridad donde me he metido y respirar aire fresco.
Para acercarnos algo más a nuestros días, hay que recordar que cuando los reyes católicos –sí, Isabel y Fernando, esos mismos…– se comprometieron para casarse, recibieron sendas tabillas con retratos de ambos.
Como entonces no existía la fotografía, los que se iban a casar con cierta responsabilidad de gobierno, recibían unos retratos con la imagen de cada cual, para saber si se casaban con una belleza –de hombre o de mujer– o con un craco espantoso.
Evidentemente dependía de la habilidad del artista en reflejar la belleza del heredero o heredera a la corona. Y, aunque se sabía que Isabel de Castilla era rubia y de ojos azules porque pertenecía a la casa real de Trastámara (Trastámara quiere decir “tras el río Tambre”), es decir, gallega con antepasados celtas y emparentada con la casa de la Borgoña hispana, convenía echarle un vistazo antes.
Lo mismo pasaba con el novio: Fernando de Aragón era mediterráneo y, por tanto, de tez más morena y de pelo oscuro, y también convenía un rápido examen previo porque podía pasar que la alianza de reinos fuera el único aliciente de Isabel para esa boda, y sería un aliciente un tanto débil, digo yo, sinceramente. Porque en toda época uno siempre ha buscado acercarse a una persona lo mas arregladita posible en cuestiones de belleza.
Idea esta que me recuerda lo que, unos siglos después, le ocurriría al rey español Carlos II que heredó de sus ancestros la ponzoña de tanto copular entre primos y acabó con aquella extrema pureza de sangre endogámica reflejada en la cara.

Aunque no sabemos si los retratos de los que serían Reyes Católicos fueron más o menos acertados, el caso es que los dos se enamoraron perdidamente hasta su muerte, salvo algunos episodios de cuernos por parte de Fernando, porque ya se sabe que un rey español es todo un macho en la cama, es decir: promiscuo e infiel.
Durante los siglos que siguieron, del XV al XVIII, los reyes y reinas necesitaron de los pintores para cotillear con quién se prometían y, por otro lado, para hacerse retratos grandilocuentes y brillar a lomos de un caballo rampante, como seres todopoderosos y excelsos.

Pero resultó que en el siglo XIX apareció la fotografía y poco a poco fue evolucionando hasta unos índices de calidad tan altos que acabó por nublar la necesidad pictórica de representar la realidad, que conseguía mucho mejor la foto que la pintura o la escultura. Y así la pintura y la escultura quedaron liberadas de la representación minuciosa de lo real y pudieron centrarse en conceptos intangibles, nuevos y de difícil definición que no necesitaban mostrarse a través de la figura humana.
Figurativa o abstracta
Cuando veo en una pintura contemporánea figurativa una persona alegre, miedosa o triste veo exactamente eso: un persona que pasa por un determinado estado. Pero yo no veo ahí la esencia pura de la alegría, el miedo o la tristeza, que puede ser muy variada en matices e intensidades según a quién afecte. Veo algunas consecuencias y no de todas, sino de algunas personas. Al menos, es lo que a mi me llega.
Sin embargo, el arte abstracto me permite sentir emociones puras, desprovistas del foco y protagonismo exclusivo de la figura humana o animal reconocible, que tanto constreñimiento o encorsetamiento ha podido causar al arte durante tanto tiempo –según mi humilde opinión, vaya por delante–. Igual que siento emociones puras cuando escucho música, sin necesidad alguna de imágenes concretas ni traducidas.
¿Cómo se pinta la melancolía o la ira?, ¿a través de un ser humano melancólico o iracundo?, ¿no hay otro modo?… ¿¿de verdad??
¿Con qué herramientas se dotaron los artistas para reflejar conceptos intangibles y etéreos? Por lo que sé, y es una opinión personal, tuvo mucho que ver el desarrollo de la psicología con el psicoanálisis de Freud a finales de siglo XIX y, sobretodo, la corriente psicológica Gestalt a principios del XX.
«En el siglo XIX la pintura y la escultura quedaron liberadas de la representación minuciosa de lo real y pudieron centrarse en conceptos intangibles, nuevos y de difícil definición que no necesitaban mostrarse a través de la figura humana».
En especial los psicólogos alemanes de la corriente Gestalt elaboraron a principios de siglo XX una serie de conceptos –los llamaron «leyes»– que resultaron a la postre buenos recursos utilizados por los pintores y diseñadores de su tiempo e incluso hasta nuestros días. Os resumo los conceptos de las leyes Gestalt:

Ley de la pregnancia (o de la buena forma). El cerebro tiende a interpretar las formas ambiguas de la manera más simple y organizada posible.
Ley de figura y fondo. La mente distingue un objeto (figura) de su entorno (fondo). El área de mayor atención se convierte en figura, mientras que el resto se percibe como fondo.
Ley de la semejanza. Los elementos que se parecen entre sí (por color, forma, tamaño) tienden a ser percibidos como un grupo.
Ley de la proximidad. Los elementos que están cerca unos de otros se perciben como parte de una unidad o grupo.
Ley de la continuidad. El ojo humano sigue la trayectoria más sencilla, como una recta o una curva, para ver la conexión entre los elementos visuales.
Ley del cierre. Nuestra mente tiende a completar formas incompletas o a cerrar huecos para percibir un objeto completo.
Ley de la simetría. El cerebro busca la simetría y el equilibrio, percibiéndolos como más simples y estables.
Hasta aquí, creo que es todo sencillo. Pero nos podemos complicar y profundizar un poquitín más. No mucho, porque no somos críticos de arte: nos falta formación específica.
Quien no quiera más líos, solo tiene que dejar esta miniserie aquí. Pero a quien le apetezca acompañarme en cómo buceé un poco más en esto de disfrutar del arte abstracto, está citado mañana domingo a seguir leyendo la última entrega de este recorrido… ¡ya falta muy poquito!
