Cada mañana, en algún laboratorio de España, alguien recibe un resultado que lo cambia todo. En 2025, según recogía Vivir en Positivo en un reportaje publicado este año, aún se diagnostican entre ocho y nueve nuevas infecciones de VIH cada día. Ocho personas que entran sin sospechar nada y salen con un diagnóstico que llega tarde, que duele, que arrastra todavía demasiados silencios.
No es una cifra de archivo. No es un recuerdo de los 90. Es hoy. Es ahora.
A pesar de los avances médicos, del acceso universal al tratamiento y de las pruebas gratuitas disponibles en todo el país, España sigue sin lograr una reducción significativa de los nuevos diagnósticos. Y aunque el último informe epidemiológico completo publicado (con datos de 2023) hablaba de 3.196 diagnósticos, los medios sanitarios de 2025 insisten en que la cifra real sigue oscilando en torno a los 3.000. No estamos ante un rebrote. No estamos ante una victoria. Estamos ante una epidemia que continúa.
Los especialistas señalan que esta falta de descenso tiene que ver con un cóctel de factores: Una percepción de riesgo cada vez más baja, desigualdades territoriales en prevención y barreras sociales que frenan la demanda de pruebas.
Diagnóstico tardío: llegar cuando ya es tarde
Los datos más recientes difundidos por especialistas, ONGs y hospitales en 2025 alertan de algo que se repite año tras año: Casi la mitad de los nuevos diagnósticos se hacen tarde. El porcentaje exacto varía según la fuente, pero las organizaciones comunitarias y los clínicos que participan en congresos como la SEIMC o GeSIDA llevan meses señalándolo: La tendencia de alrededor del 50 % de diagnóstico tardío se mantiene.
Ese retraso no es un detalle técnico exclusivo de esta enfermedad. Es una grieta profunda en la salud pública. Un diagnóstico tardío significa infecciones oportunistas, defensas en caída, urgencias hospitalarias, vidas que se complican innecesariamente. Significa que algo falla antes de que la prueba se haga.
En 2025, varios análisis difundidos por gTt-VIH y presentados en reuniones científicas han documentado lo que llaman oportunidades diagnósticas perdidas: Personas que acudieron a su centro de salud o a urgencias con síntomas compatibles con VIH, o con antecedentes de infecciones de transmisión sexual, y aun así no se les ofreció la prueba. Algunos médicos que no la piden. Pacientes que no se atreven a pedirla. Ambos atrapados en un estigma que creíamos superado, pero que sigue actuando como una barrera invisible.

A esto se suma la percepción social. Cuando la gente cree que el VIH “ya no es lo que era”, baja la guardia. Se hacen menos pruebas. Se normalizan los silencios. Muchos solo aparecen en el sistema sanitario cuando el daño ya está hecho.
El VIH “ya no es lo que era”, cierto. Una persona tratada ya no tiene riesgo, existe prevención que funciona, ya no hay que tenerle miedo al VIH. Pero no por ello hay que dejar de protegerse de la enfermedad. De la enfermedad, no de las personas.
Cómo se está transmitiendo el VIH en 2025
Los datos que manejan los especialistas en estos meses no dejan lugar a dudas: La transmisión del VIH en España es, sobre todo, sexual. Así lo vienen informando medios especializados y organizaciones comunitarias. La mayoría de nuevos diagnósticos se dan por vía sexual, con los hombres que tienen sexo con hombres concentrando más de la mitad.
Pero algo que suele quedar fuera de la conversación pública es que las relaciones heterosexuales suponen cerca de un cuarto de los diagnósticos. No es un colectivo marginal. No es un accidente estadístico. Es parte central.
La distribución por edad también habla de cómo se mueve el virus. El grupo más afectado sigue siendo el de 25 a 34 años. Hay una presencia constante de casos en jóvenes de 15 a 24. Y un crecimiento en mayores de 50, demasiado a menudo excluidos de las campañas de prevención.
Además, los análisis de 2025 de gTt-VIH, apoyados en trabajos hospitalarios, han subrayado la vulnerabilidad de población migrante latinoamericana, que llega más tarde al sistema sanitario y se enfrenta a barreras sociales y administrativas que complican el acceso a pruebas y atención.

Mientras tanto, herramientas de prevención como la PrEP, auténtica revolución en salud sexual, siguen infrautilizadas. En 2025, periodismos especializados y ONGs advierten de desigualdades claras entre regiones con acceso fácil y gratuito, frente a otras donde apenas se ofrece; colectivos informados frente a otros que ni siquiera saben que existe.
Una brecha que afecta directamente a la incidencia. La prevención en España depende demasiado del código postal, y eso lo reconocen tanto profesionales como activistas.
Estigma: La epidemia dentro de la epidemia
Si hay un elemento que repiten todas las fuentes actuales, activistas, clínicos, ONGs, pacientes, es que el estigma sigue siendo uno de los principales motores de la epidemia en 2025. No aparece en los gráficos, pero pesa más que muchos factores biológicos.
El estigma no solo retrasa diagnósticos o dificulta la prevención: Destruye salud mental. Psicólogos que trabajan con personas con VIH en 2024 y 2025 describen un patrón que se repite con demasiada frecuencia: Miedo a contarlo, miedo a ser rechazado, miedo a perder el trabajo o las relaciones.
La ansiedad y el aislamiento aparecen no por el virus, que hoy es una infección crónica tratable y que no genera problemas, sino por la reacción que esperan de los demás, a veces, incluso de quienes se erigen defensores de los demás. Muchos pacientes relatan que su mayor sufrimiento no es la enfermedad, sino el peso de pensar que su entorno no sabrá cómo mirarlos después y no sentir apoyo real de las personas en sus colectivos territoriales.
El estigma externo acaba convirtiéndose en autoestigma, una carga psicológica que se manifiesta en culpa injustificada, vergüenza y un agotamiento emocional que afecta a la adherencia al tratamiento, al bienestar y a la vida social.
ONGs y grupos comunitarios explican en 2025 que aún hay personas que llevan años sin contar a nadie su diagnóstico, atrapadas en un silencio que erosiona su autoestima. Algunos hablan de una doble vida: Una en la que funcionan, otra en la que se esconden. Ese desgaste no aparece en los informes epidemiológicos, pero moldea profundamente la salud y la calidad de vida de quienes conviven con el VIH y hacen las cosas bien.
El estigma es quien dicta si una persona se hace la prueba o la pospone. Es quien decide si alguien cuenta su diagnóstico o lo esconde. Es quien provoca que haya gente que toma su medicación a escondidas. Es quien hace que, en centros de salud pequeños o pueblos, una simple mirada ajena se convierta en un riesgo.

En comunidades como Castilla-La Mancha, donde los reportajes sanitarios estiman que más de 1.300 personas conviven con el VIH, el virus es casi invisible a ojos del resto. No porque no exista, sino porque nadie habla de él por miedo a ser identificado.
Es paradójico que cuanto más se expanden prácticas sexuales de riesgo entre personas de todo el espectro de identificaciones sexuales, es cuando el estigma más se recrudece, más se silencia y más daño nos hace.
Y en ese silencio, el virus encuentra huecos. No se piden pruebas. No se detecta a tiempo. No se habla de prevención. Y así se perpetúa la cifra que, año tras año, sigue bordeando esos 3.000 diagnósticos.
Una epidemia controlada, pero aún viva
En 2025, España puede presumir de logros reales. Más del 90 % de quienes están en tratamiento alcanzan carga viral indetectable, lo que significa que no pueden transmitir el virus por vía sexual. Es un avance científico extraordinario, un éxito sanitario indiscutible.
Pero una epidemia no se controla solo con medicación. Se controla con educación sexual que funcione. Con profesionales formados que pidan pruebas. Con administraciones que no se duerman. Con políticas que reduzcan desigualdades. Con una sociedad que deje de mirar hacia otro lado.
Los datos periodísticos que nos llegan en 2025 no muestran una crisis fuera de control. Pero tampoco muestran un progreso real. La cifra diaria de nuevos diagnósticos no baja. Las oportunidades diagnósticas perdidas siguen ocurriendo. El estigma sigue decidiendo quién llega tarde.
Quizá estos datos no son los mejores, pero permiten hacerse una idea de la realidad de la situación.
La epidemia no ha vuelto. Nunca se fue. Y mientras sigamos tratando el VIH como un tema incómodo en lugar de una realidad viva. Mientras sigamos sin abrazar la realidad de las personas que conviven con el virus y sigamos condenándolas al ostracismo y la soledad. Mientras no miremos de frente, seguirá avanzando justo por donde no queremos mirar.
