Ayer conocimos la noticia de que Ciudad Real volvía a abrir sus galerías subterráneas en el Torreón del Alcázar. Bajo esta concurrida zona que antaño coincidiera con los huertos de don Dimas García del Moral, y anteriormente con el Alcázar Real, donde el tráfico y la prisa dibujan el pulso diario, donde generaciones de gente joven vive aún sus años más lozanos, la memoria volvió a respirar.
A la par de este hecho, se inauguraba con la pompa merecida para un aniversario tan relevante “Ciudad Real hace cien años. El plano-censo de Sofí Heredia y Ruiz Arche”. Un espacio creado para el homenaje de los 100 años de este legado patrimonial, donde el recuerdo y la memoria de los 25 de nuestra ciudad se abre camino a través de un entramado fotográfico en blanco y negro.
Estos dos hechos que coinciden casualmente en tiempo, invitan a pensar inevitablemente en nuestra memoria. Esa vieja amiga que nos genera la dulce sensación del recuerdo cómplice, como el temor a la responsabilidad histórica de su preservación y sus consecuencias.
Cada ciudad guarda un subsuelo de cosas no dichas, de historias que preferimos enterrar. Bajo los adoquines hay historias llenas de silencios y cicatrices. Y Ciudad Real sabe mucho de eso, aunque, a veces, nosotros no tanto.
A veces, creemos que la memoria es un museo, y muchas veces lo es. Pero en otras ocasiones, la memoria es una cueva. Oscura, fría e incómoda. Allí guardamos lo que ya no sabemos cómo mirar. Y, sin embargo, eso que yace bajo tierra sigue empujando, buscando grietas por donde volver a salir.
Vivimos de espaldas a lo que nos sostiene. Nos gusta construir, hablar de progreso e inaugurar nuevos espacios con los que coexistir. Pero también olvidamos en la vorágine renovadora que todo lo que somos, se alza sobre capas de vida anteriores. Sobre lo invisible, lo antiguo, lo que no siempre encaja en el presente.
Nos asusta mirar hacia abajo, porque allí, en lo hondo, también nos espera lo que callamos. Nos espera el eterno error, el pasado que no supimos cuidar, las verdades que preferimos dejar bajo llave.
Quizás, por esto, entrar a una galería, o atreverse a mirar las fotos de un pasado que muchos no llegamos ni a atisbar, no se limita solo a un gesto turístico, sino un acto de valentía.
Quizás significa enfrentarse al pasado de nuestras ciudades, reconocer que el suelo que pisamos está hecho de historias, pero también de heridas. En el caso de algunas, de muchas heridas. Que lo que enterramos, en piedra o en bolsas de basura, no desaparece: solo cambia de forma y de profundidad.
Estas visitas al pasado son, sin quererlo, una metáfora perfecta de este tiempo: un recordatorio de que nada permanece oculto para siempre, y que no hay presente sólido sin memoria que lo sostenga.
Bajo nuestros pies late todavía la tierra. Bajo nuestros pies vive todo lo que fuimos. No deberíamos temer a la memoria, ni a la que nos conviene ni a la que nos repele, pues su revisión, preservación y honra es uno de los baluartes que mantiene firme el suelo cuando todo lo demás empieza a tambalearse.
