Mi España es una sola, hija de Imperio y de su ruina.
Nació entre coronas y hogueras, entre sangre y pólvora.
Su madre, Imperio, la vieja España, parió con dolor un mundo que sangró en dos hemisferios.
Y aunque hoy su hija camina sin cadenas, todavía lleva en la piel el eco de las batallas,
la nostalgia de las victorias
y el miedo heredado de los que confundieron gloria con conquista.
Mi España solo vive del pasado lo que su madre Imperio le transmitió.
Heredó dolor y sangre, lucha y exilio;
la voz republicana y la sombra imperial,
la plegaria del muecín, el canto del sefardí,
la memoria de los pueblos originarios y la culpa de los conquistadores.
La vida de Imperio está escrita con sangre y poder.
La de su hija, con perdón y esperanza.
No hay muchas Españas: hay una sola, que cambia de rostro según el tiempo,
que a veces se disfraza o se divide en nombre de sí misma,
pero que, al final, siempre regresa al mismo lugar:
el de las palabras compartidas, el de la lengua que no muere
y el de los acentos que multiplican su esencia.
España ya no es la que impone ni la que se defiende.
Es la que asume su contradicción, la que carga su historia sin vergüenza ni orgullo,
la que entiende que no hay redención sin memoria.
Porque perdonar no es olvidar: es aprender a mirar sin odio.
La antigua idea de Hispanidad fue un mapa trazado con heridas y con sueños,
con luces y con sombras.
Pero los mapas cambian, y los pueblos también.
Hoy la Hispanidad no es una bandera ni un pasado que reivindicar; pese a quien le pese.
Es un presente con letras de mujer que se construye con todas las manos:
las que llegaron al ritmo de los timbales,
las que partieron bajo la canción de El Emigrante
y las que siguen sembrando futuro en la misma tierra.
Ser español hoy no es una cuestión de sangre ni de origen.
Es una forma de convivir con lo distinto sin miedo,
de entender que lo propio no se diluye cuando se mezcla,
sino que se fortalece en el mestizaje.
Mi España se reinventa cada día en las calles donde suena el español con mil matices:
en la voz temblorosa de una abuela de La Mancha,
en la esperanza de un joven de Caracas,
en el canto de una niña de Guinea
o en los versos de una poeta de Oaxaca.
En España también caben los que dudan de ella.
Caben los que sueñan con otra bandera,
porque la nueva historia se escribe también en catalán, en euskera o en gallego.
España no se rompe al pronunciarse en otra lengua;
se reinventa con ellos, se multiplica y se comparte.
En ella hay sitio para todas las ideas, los sabores y los colores;
se escribe en todos los credos
y se pronuncia con todos los acentos que la habitan.
Porque patria no es unanimidad. Es convivencia.
La Hispanidad ya no tiene centro.
Es una constelación de voces que se escuchan entre sí.
Todos esos acentos son nuestra patria común.
Una patria que no tiene muros, sino palabras.
Una patria que no busca imponerse, sino entenderse.
Una patria que ya no levanta imperios, sino puentes.
Mi España no se mira en los espejos del orgullo,
sino en el reflejo de quienes han llegado a compartir su pan, su idioma y su esperanza.
No es la España que teme perderse,
sino la que se encuentra a sí misma en el otro.
Porque el futuro no pertenece a los que gritan más fuerte,
sino a los que saben escuchar despacio.
Y la lengua que compartimos, esa melodía inmensa que cruza mares y montañas,
no es propiedad de nadie, sino regalo de todos.
Por eso hoy, en medio de un mundo fragmentado y cansado,
la nueva España puede ofrecer algo distinto:
la calidez del encuentro,
la belleza del mestizaje
y la fuerza serena de una identidad abierta.
No hay que temer a la diferencia.
Hay que temer al silencio.
La Hispanidad que soñamos no se defiende con fronteras,
sino con respeto, con arte, con memoria y con ternura.
Ser español hoy es heredar la historia sin repetirla.
Es hablar una lengua que no divide, sino que une.
Es reconocer el peso y dolor de la sangre, y elegir el camino del perdón.
Es sentir que la patria no está detrás, sino delante,
en lo que somos capaces de construir juntos desde la reparación, la justicia y la memoria.
