“No me gusta definirme por un trabajo. Podría decir que soy fisioterapeuta, pero soy más cosas”. Pilar García Arroyo es una de esas personas que te habla con una mezcla de firmeza y ternura. “Soy madre, amiga, hija, teatrera. Una mujer con muchas inquietudes”.
Para ella la vida no cabe en una tarjeta de visita. Lleva 34 años ejerciendo como fisioterapeuta, pero antes que eso ha sido, y sigue siendo, hija, hermana, pareja, madre y amiga. “Si algo he hecho durante más años es ser hija”, dice sonriendo.
Pilar nació en Ciudad Real, en una familia de 6 hermanos. Su madre, enferma desde hace tiempo, fue y sigue siendo su gran maestra. “Hace seis años le dieron 48 horas de vida y aquí sigue. Cada minuto desde entonces me parece un regalo”. De ella heredó la fortaleza silenciosa, el cariño por los demás, y también el amor por aprender.
“Mi madre no sabe leer ni escribir. No le dieron la oportunidad. Nació en el 37, en el bando que no correspondía. A las niñas, en su familia, las pusieron a trabajar”, cuenta Pilar. “Ahora hay gente que presume de ignorancia, y me da una rabia… Mi madre se avergonzaba de no saber, cuando la culpa fue de un sistema que no quiso enseñarle”.

Su madre trabajó desde los 8 o 9 años, cuidando niños o limpiando casas a cambio de “una merienda”. Esa infancia robada marcó la mirada con la que Pilar entiende hoy la dignidad del esfuerzo, y esa conciencia sería, con los años, la base de su manera de cuidar.
De su padre, camionero, heredó la curiosidad por comprender el mundo y la dignidad del esfuerzo. “Me dijo: ‘Si tengo que subir y bajar más cajas de cerveza para que estudies, lo haré’. Esas cajas me dieron un título”.
“El estudio equivale a libertad”, afirma. Por eso su padre, costara lo que costara, le quería garantizar a ella y a sus hermanos un futuro, cuando estudiar era sinónimo de futuro. Y, como le dijo: “en tres años te quiero de vuelta con un título debajo del brazo”. Años después Pilar acabaría estudiando Fisioterapia, luego Historia, y más tarde doctorándose.
“Si quieres vivir con un hombre, hazlo porque quieres, no porque dependas de él. Eso me enseñaron mis padres”.
“Yo soy muy feliz estudiando. Incluso las cosas que no me gustan, al final me gusta estudiarlas”, confiesa. En su vida, aprender no fue solo una herramienta profesional, sino una forma de sostenerse. “Tuve una depresión bastante importante cuando estaba casada, y curiosamente prepararme las oposiciones de fisioterapia me ayudó mucho. Mi psiquiatra me decía: ‘Eres la única que trata una depresión estudiando’. Pero me funcionó”.
Años después, esa necesidad de aprender volvería a empujarla hacia otro reto: el doctorado. Quería entender cómo las sociedades antiguas abordaban el dolor y el placer, cómo el cuerpo era también un territorio de conocimiento.

Cuando terminó de doctorarse, en marzo de 2020, España se cerró por completo. “Defendí la tesis el 3 de marzo y el 14 cerraron el país. Imagina: después de siete años frenéticos, de repente, silencio”.
Su investigación trataba sobre el uso de drogas en el mundo antiguo, un puente entre su formación científica y su curiosidad humanista. “Es una tesis de historia, pero la primera parte es neurofisiología de las drogas en el cerebro”.
Cuestionar las fuentes, sanar escuchando
“Estudiar historia me ha hecho mejor fisioterapeuta”, asegura. En la historia aprendió a desconfiar de la primera versión, a buscar la fuente detrás de la fuente. “En el doctorado lo más importante es cuestionar las interpretaciones. Eso, llevado a la consulta, me permite escuchar mejor al paciente”.
Esa forma de mirar la vida, como un relato con múltiples lecturas, es la que la llevó también a especializarse en neurobiología del dolor. Tras superar un cáncer y convivir con secuelas físicas, Pilar encontró en ese campo una nueva manera de sanar. “Hay pacientes a los que no conseguía darles una solución, y eso me dolía. Cuando conocí el programa de dolor persistente, vi una luz”.
La suya es una mirada que no separa lo físico de lo espiritual, el cuerpo del pensamiento. Por eso, cuando habla de fisioterapia, lo hace con un lenguaje más cercano a la empatía que a la anatomía.
“No eres un hombro, eres una persona a la que le duele el hombro. No es lo mismo que seas jugador de voleibol, que una persona que necesita usarlo solo para abrazar”.
Pilar escucha como quien lee un texto antiguo. “El paciente me dice: ‘Tengo una hernia discal en L5-S1’. Y yo le respondo: ‘Eso es lo que te han dicho que tienes. Ahora cuéntame tú qué te pasa’.” Esa frase, tan sencilla y tan revolucionaria, resume toda su filosofía. “No trabajo con diagnósticos, trabajo con personas.”

Hoy forma parte de un equipo pionero en Castilla-La Mancha que trabaja con un enfoque integral. “No tratamos una tendinitis, tratamos a la persona que no puede dormir del dolor”.
Y, sin embargo, insiste: “El fisioterapeuta no cura. El cuerpo es el que cura. Nosotros solo damos herramientas”.
Habla del proceso con una mezcla de ciencia y mística. “Somos como sherpas: si tú quieres subir el Everest, yo te acompaño, pero lo subes tú”. Cree en la autonomía, en la libertad y en la responsabilidad. “No vengas a pedirme que te cure si no estás dispuesto a renunciar a lo que te enferma”.
Es una cita de Hipócrates que Pilar repite con devoción. La tiene marcada en su memoria, y sueña con colgarla en la pared de un gimnasio. “El foco tiene que estar en el usuario. Yo puedo explicarte lo que te está enfermando, pero la decisión siempre es tuya”.
Del dolor se sale
“Del dolor se sale. Del dolor se puede salir, pero hay que buscar las buenas fuentes”, afirma con una calma que solo puede nacer de la experiencia. Habla del dolor físico, pero también del otro, el que no se ve. “La salud no es un clic. Es algo que trabajamos cada día, con avances y retrocesos. Pero se sale”.
Su propio cuerpo ha sido territorio de aprendizaje. “Tuve neuropatía por la quimioterapia y dejé de notar los pies. Tuve que dejar de conducir y eso me destrozó porque no podía ir a ver a mi madre”. Pero en lugar de rendirse, buscó dentro. “Pensé: ‘¿Qué habría hecho un griego?’. Quitarse los zapatos y volver al suelo”.
Desde entonces entrena descalza. “Hay que notar el suelo, volver a sentir el cuerpo, que el cerebro reconozca los pies”. En su novela Olimpia, hija de Neoptólemo, “la protagonista también se reconecta con la tierra”. “Esa necesidad de reconectar con la tierra viene de mí misma”, sentencia.
Olimpia, hija de Neoptólemo: las raíces y el vuelo
Durante la pandemia, Pilar volvió a escribir. “El 7 de noviembre de 2022 terminé la primera versión de la novela. A las tres de la tarde me llamaron para decirme que tenía cáncer. Pensé: no me puedo morir, esto todavía está en bruto”.
La reescritura la hizo entre sesiones de quimio y radioterapia. “Aprendí que no se escribe en los picos de quimioterapia porque luego nadie lo entiende. Sale todo muy oscuro”. Aun así, siguió escribiendo. “Olimpia me salvó de la locura”.

Incluso en los momentos más duros mantuvo sus ganas y su lucidez. camino del hospital, le pidió a su marido: “si me muero, publica el libro”.
Olimpia, hija de Neoptólemo, publicado en 2023, es una novela histórica de gusto ático, pero también un retrato del alma femenina. “Me di cuenta de que, tras trece años estudiando historia, sabía muy poco de las mujeres griegas. Olimpia es una excusa para hablar de ellas”.
En la novela, las protagonistas “no son las reinas ni las diosas, sino las mujeres que curan, las que rezan, las que resisten”. “Nicépolis es mi favorita: quería ser médico, pero en el mundo griego las mujeres no podían. Representa la medicina femenina, natural, de hierbas, de intuición”.
Cuando su hija le dijo que Olimpia le caía mal, Pilar se rió. “No quiero que la quieras, quiero que no te deje indiferente”. Es la misma actitud con la que afronta la vida. No busca gustar, sino despertar conciencia.
Las raíces bajo los pies
Pilar cree que la historia y la fisioterapia son, en el fondo, lo mismo: dos maneras de escuchar. Escuchar al cuerpo, escuchar al pasado. “El futuro solo es posible si conocemos de dónde venimos”, dice.
Su trabajo, su escritura, su vida entera giran en torno a esa idea: reconectar con las raíces para poder avanzar. “A veces la vida te lleva por caminos que no esperas. Hay que aceptarlo”.
A quienes viven con dolor, físico o emocional, les diría lo mismo que a sus pacientes: que busquen su propio suelo. “Descálzate y nota la vida. Nota el suelo. Vuelve al suelo”.
Cada palabra suya suena como una respiración profunda, como una invitación a la calma. Quizá porque ha estado muy cerca de la muerte, y ha vuelto. “Yo también estuve con San Pedro, pero no nos caímos bien y bajé otra vez”, bromea.
Y, al hacerlo, aprendió lo esencial: que cada minuto, incluso el más pequeño, es un regalo.
