Nota del Día: La belleza del aburrimiento
Una mirada sobre el tiempo que dejamos pasar, en una época que confunde movimiento con vida

La belleza del aburrimiento / IA / #Tintamanchega

by | Nov 5, 2025 | #ATinta

En un mundo diseñado para huir del silencio, el aburrimiento se ha vuelto una rareza. En esos huecos donde no pasa nada, la atención se reordena y el pensamiento recupera profundidad.

El aburrimiento tiene mala fama. Se le asocia con la inactividad, con la pérdida de tiempo, con el fracaso de no saber llenar una hora. Pero, en realidad, es una experiencia tan cotidiana como olvidada.

Hemos organizado la vida para evitarlo. Cada segundo puede rellenarse con algo, y si no hay nada que hacer, siempre queda una pantalla esperando. El aburrimiento no desapareció; lo desterramos.

En las ciudades se nota más. El ritmo es un mandato invisible que obliga a moverse, incluso cuando no hay destino. Se corre por hábito, no por necesidad. Todo lo que se detiene parece sospechoso. Pero el movimiento constante no produce más vida, solo más ruido. En esa carrera de fondo, el aburrimiento es el enemigo porque revela el vacío que el ruido tapa.

A veces da la impresión de que el movimiento en sí se volvió una forma de obediencia. Nos movemos para no quedar fuera del plano.

Hay un tipo de tiempo que no tiene utilidad inmediata. Es el de las conversaciones que se alargan sin propósito, las esperas sin impaciencia o las tardes sin lista de tareas. Ese tiempo no sirve para nada, y por eso tiene valor.
No genera rendimiento ni recompensa, pero deja espacio para que las cosas respiren. Lo que no cabe en la lógica de la productividad se llama aburrimiento, aunque quizá sea otra forma de atención.

En los pueblos aún se conserva esa manera de estar. No como una virtud, sino porque el paisaje no ofrece atajos. El calor, las distancias, la falta de prisa.

Las horas pesan más y se repiten, pero dentro de esa repetición hay una forma de calma que el calendario urbano no permite. La calma, sin embargo, no siempre consuela. En la quietud también se acumulan los días, y no todos saben qué hacer con tanto tiempo.

El aburrimiento allí no es una carencia, sino una textura del tiempo. Se acepta sin nombre, como se acepta el polvo o el silencio.

En la vida urbana, el aburrimiento se disfraza de impaciencia. Los espacios de espera, el metro, las colas, los semáforos, se llenan de gestos automáticos para evitar que la mente divague. Mirar el móvil es la forma más discreta de no estar presente.

Hemos perdido el contacto con la lentitud cotidiana, esa que antes organizaba los días sin pedir explicación. Lo que se entendía como pausa ahora se percibe como fallo del sistema, como si todo lo que no produce movimiento fuera un error que hay que corregir.

La vida actual tiende a eliminar los intervalos. Todo está pensado para evitar la pausa: los vídeos que se reproducen solos, las series que no piden decisión, las notificaciones que interrumpen antes de que aparezca el hueco.

Hemos confundido continuidad con plenitud. La atención se fragmenta en estímulos breves y el pensamiento se queda en la superficie. Nos da miedo detenernos porque no sabemos qué hacer con lo que aparece cuando lo hacemos.

También el cuerpo participa del aburrimiento, aunque rara vez lo dejamos hablar. Hay una manera distinta de sentir el tiempo cuando no se hace nada: la respiración se alarga, los sonidos se vuelven más nítidos, la temperatura del aire se nota en la piel. No es una experiencia espiritual ni estética, solo física.

En ese estado, la atención se acomoda en los detalles que normalmente pasan inadvertidos. Lo pequeño recupera escala. Lo cotidiano, sin adorno, vuelve a ser materia viva.

El aburrimiento no enseña nada y, sin embargo, todo lo que pensamos con claridad surge en su territorio. En ese margen de tiempo donde no ocurre nada concreto, las ideas se acomodan, las emociones se ordenan y el cuerpo recupera una especie de ritmo natural. La mente trabaja mejor cuando no se le exige nada.

El aburrimiento es una condición que hemos olvidado reconocer. No necesita propósito ni justificación. Basta con dejarlo pasar y observar lo que queda. El mundo sigue ahí, más lento, más claro, más real.

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