Hay una línea fina, y sin embargo cada vez más difusa, entre la crítica necesaria y la humillación deliberada. Antes, se predicaba que cuando alguien fallaba, se discutía su acto; hoy, con demasiada frecuencia, se le persigue como si el objetivo fuera destruir su existencia pública.
Ya no basta con un castigo proporcional, la meta parece ser humillar. Y la precipitación a los abismos no cesa en este punto, pues muchas personas comienzan a creer que la libertad de expresión les garantiza el derecho a humillar. Nada más lejos de la idea de una convivencia democrática.
Humillar es “herir el amor propio o la dignidad de alguien”, es decir, despojar al otro de su dignidad delante de los demás. Es convertir a una persona en espectáculo, en objeto de escarnio, en carne para el aplauso fácil.
La humillación no repara el daño, solo lo amplifica. No corrige conductas, las convierte en sinónimo de vergüenza perpetua. Y cuando la humillación se erige como herramienta política o social, la conversación pública se empobrece, pues el debate se transforma en cacería, la discrepancia en anatema y la crítica en linchamiento.
Hay diversos factores que alimentan esta deriva discursiva. Las redes sociales y sus algoritmos permiten castigos instantáneos e irreversibles. Un tuit, un vídeo o un meme se propagan con velocidad viral y se convierten en sentencia ante una multitud que exige sangre.
El anonimato y la distancia facilitan la brutalidad, ya que es más fácil humillar cuando no ves la mirada ni la reacción humana del otro. La empatía desaparece. Además, la cultura del impacto premia lo escandaloso cincelando su éxito en likes, compartidos y titulares.
Pero la responsabilidad no recae solo en usuarios anónimos. Las figuras públicas como políticos, periodistas, influencers o artistas, muchas veces participan en la degradación del debate. Desacreditan personalmente en lugar de refutar argumentos, reducen complejidades a ataques ad hominem y convierten errores en excusas para la difamación.
Cuando quien tiene micrófono y alcance promueve la humillación, ésta se normaliza. La consecuencia es doble, ya que se hace daño al individuo humillado y se empobrece la esfera pública, que necesita razonamiento, datos y respeto para funcionar.
Confundir libertad de expresión con derecho a humillar es un malentendido peligroso. La libertad de expresión protege la posibilidad de decir, argumentar y cuestionar, pero no exonera de las consecuencias sociales, legales o morales de lo que se dice.
Más aún. Cuando la libertad de expresión se usa sistemáticamente para degradar a otros, deja de ser una herramienta para la búsqueda de la verdad y se convierte en arma para la dominación. La libertad sin responsabilidad no es libertad, es licencia para infligir daño.
Humillar también tiene efectos individuales profundos. Para la persona humillada, la exposición pública del fracaso, la vergüenza o el error puede desencadenar ansiedad, aislamiento y, en casos extremos, daño psicológico duradero.
Para testigos y espectadores, la humillación ensaya una lección perversa, que se acaba forjando una sociedad que cree que el poder reside en señalar y destruir, y no en entender y corregir. Este aprendizaje erosiona la empatía social y construye un ecosistema en el que el miedo a la humillación limita la participación cívica y el riesgo creativo.
Distinguir clara y consistentemente entre crítica legítima y humillación dolosa, y reclamar estándares éticos en el discurso público, debería convertirse en una realidad social. Criticar un acto no equivale a destruir a la persona.
Con ello, se debe exigir a las figuras públicas un uso responsable de su influencia, ya que su altavoz no es un permiso para degradar, premiando a las que hacen un uso honesto del discurso.
También, es necesario entender que la información y la opinión han de estar acompañadas de hechos verificables y de apertura a la corrección, y que las plataformas y los usuarios necesitan aprender a pausar antes de compartir, a preguntarse si la viralidad recompensa la crueldad.
No es cuestión de censurar ni de silenciar la disidencia, pero se debe recuperar la idea de que la convivencia exige reglas mínimas de decencia. Hay espacio para la sátira, la crítica fuerte y la denuncia, siempre que esos recursos no crucen deliberadamente la frontera hacia la humillación gratuita.
La justicia y la rendición de cuentas no necesitan del escarnio público. Necesitan verdad, proporcionalidad y, cuando corresponde, reparación.
Cruzar los límites de la decencia no es jamás un triunfo. Es una pérdida colectiva. Cada vez que normalizamos humillar, renunciamos a la posibilidad de construir una conversación pública madura y compasiva.
La verdadera valentía no está en humillar al otro desde la tribuna, eso es lo fácil. La complejidad y la decencia está en sostener la crítica con rigor, en admitir errores propios y en proteger la dignidad humana incluso cuando la condena moral parece merecida.
Si queremos una sociedad verdaderamente libre, debemos insistir en algo elemental pero radical: la libertad sin respeto no libera a nadie. Defender la integridad del debate público es, en último término, defender nuestra propia capacidad de coexistir sin convertirnos en verdugos.
