Abrimos el teléfono y el rostro que nos devuelve la pantalla ya no siempre es el nuestro. Nos encontramos en la era de los filtros, los “antes y después” y los algoritmos que premian la estética perfecta. En esta nueva etapa, el “glow up” es una expresión que se ha vuelto omnipresente en redes sociales.
Más allá del brillo, ¿qué buscamos realmente cuando hablamos de un glow up? ¿Se trata de una transformación superficial o de una búsqueda más profunda de bienestar y autoestima?
El término, popularizado en plataformas como TikTok, Instagram y YouTube, comenzó refiriéndose a cambios físicos evidentes: rutinas de skincare, pérdida de peso, cambios de look o maquillajes estratégicos que “revelaban” una nueva versión de la persona.
Sin embargo, lo que empezó como un fenómeno estético ha evolucionado hacia una narrativa cultural sobre la transformación personal en tiempos de sobreexposición digital.
La sociedad contemporánea vive frente a una pantalla constante, donde las cámaras frontales y los filtros de belleza han sustituido la mirada del otro. Mostrar un glow up se convierte, por tanto, en una forma de comunicar éxito y autocuidado en el lenguaje visual de las redes.
El mensaje es claro: «Si te ves mejor, estás mejor«. Pero esta ecuación simplificada ignora que no todo cambio visible implica una mejora real.
El glow up digital funciona como una moneda social. Las transformaciones que acumulan “me gusta” o visualizaciones se convierten en estatus. En ese contexto, la mejora personal deja de ser un proceso íntimo y se vuelve un espectáculo público medido en métricas.
La autenticidad se desdibuja, convirtiéndose en curaduría estética, y el bienestar se pervierte en una tendencia que hay que demostrar.
En paralelo con la obsesión estética, se ha instalado un discurso de self-care (autocuidado) que muchas veces roza lo performativo. Las frases motivacionales, las velas aromáticas, los journaling kits o los “días de spa en casa” se presentan como herramientas de transformación interior. Pero cuando el bienestar se vuelve un producto más del mercado, su autenticidad se diluye.
No es casual que la industria del cuidado personal haya crecido de forma exponencial en los últimos años. Según estudios recientes, el mercado global del wellness supera ya los 5 billones de dólares.
En ese contexto, el glow up se convierte en una oportunidad comercial. Cada tutorial de belleza, cada influencer que comparte su “rutina de transformación”, alimenta un ciclo de consumo que promete bienestar a cambio de productos, no de procesos.
El impulso de transformarse y mejorar atraviesa todas las épocas. No nace del marketing, sino de una necesidad humana de adaptación y sentido.
Lo que diferencia un glow up real de uno impostado es el origen del cambio. El auténtico glow up no depende del espejo, sino de la relación con uno mismo.
Un glow up genuino implica cuidar la salud física, pero también la mental y emocional. Significa establecer límites, sanar heridas, saber gestionar los ambientes, retomar pasiones olvidadas o reconciliarse con el propio cuerpo. Es un proceso silencioso y a menudo invisible, mucho más complejo que un “antes y después” de 15 segundos.
Cada generación ha tenido su propia forma de expresar la búsqueda de identidad y mejora personal. Pero lo que distingue al glow up contemporáneo es su exposición constante.
No se trata solo de cambiar, sino de documentar el cambio. Y en esa documentación en videos, fotos y confesiones digitales, se revela también nuestra vulnerabilidad colectiva y el deseo de ser vistos, de sentir que valemos, de pertenecer.
En lugar de rechazar el glow up como una moda vacía, podríamos transformarlo en una invitación a la introspección. ¿Y si el glow up lo utilizáramos para aprender a descansar, a hablarnos con amabilidad y a dejar de compararnos?
En un mundo que convierte todo en contenido, el verdadero desafío es no tener nada que demostrar.
