Nota del Día: Nos hemos acostumbrado a que los jóvenes cobren ‘una mierda’
"Y lo peor es que el país parece cómodo con ello. Demasiado cómodo"

Somos la generación que más ha estudiado, la que más ha emigrado y la que más tarde se emancipará / #Tintamanchega

by | Nov 14, 2025 | #ATinta

Un retrato visceral de la precariedad juvenil en España: sueldos bajos, alquileres imposibles y un futuro que no llega, mientras la sociedad se acostumbra a que la juventud cobre una miseria.

Hoy voy a ser visceral, lo sé. No quiero ser ni coherente, ni racional. Quiero ser emocional. Porque nos hemos acostumbrado a que los jóvenes cobren una mierda.

Hace diez años nos dijeron que esperáramos. Que era normal empezar cobrando poco, que al final todo mejoría. Hoy muchos de aquellos veinteañeros tenemos treinta o treinta y cinco años y todavía seguimos esperando.

Hemos pasado una crisis, una pandemia y una inflación desbocada. Hemos visto cómo los precios subían un treinta por ciento (INE, IPC acumulado 2015-2025), cómo el alquiler se comía la mitad del sueldo (Consejo de la Juventud, Observatorio de Emancipación 2024), cómo el futuro se convertía en un verbo condicional. Y sin embargo nuestras nóminas apenas se han movido.

Pero para los que vienen, viene peor. Y en este caso la crítica va con referencias.

El país presume de empleo, pero oculta la trastienda: Uno de cada cuatro menores de veinticinco años sigue en paro (INE, EPA 2T 2025: 25,4 %); casi el cuarenta por ciento de quienes trabajan lo hacen a tiempo parcial o con contratos intermitentes (SEPE, Informe Jóvenes n.º 47 – 2025).

Se firma mucho “indefinido”, sí, pero a menudo con jornada recortada o salario mínimo. El salario medio de un joven ronda los quince mil euros anuales (INE, Encuesta de Estructura Salarial 2023: 15.364 € brutos 20-24 años). El mínimo legal, dieciséis mil quinientos (Real Decreto 87/2025, SMI 1.184 €/mes × 14 pagas). Es decir: Incluso cumpliendo la ley, ser joven es ganar por debajo del mínimo.

Y eso se ha normalizado. Nos parece razonable que un recién graduado cobre mil euros, que un contrato de formación pague seiscientos por media jornada (cálculo SMI 2025 a 20 h/semana = 592 € brutos), que un treintañero con una década de experiencia siga en cifras de subsistencia.

Hemos convertido la precariedad en un periodo de aprendizaje eterno: Siempre “ya subirás”, aunque nunca suba nada salvo el precio del alquiler.

El discurso oficial habla de récords de empleo, pero el dato que importa no es cuántos trabajan, sino cuánto vale su trabajo. Y el de los jóvenes vale menos que nunca.

La brecha con la media nacional supera el cuarenta por ciento (elEconomista, junio 2025 – brecha salarial 45 %). En una economía que se dice moderna, que aspira a retener talento, esa diferencia es una renuncia.

Porque no hay innovación posible cuando la juventud vive a medio gas. No hay natalidad ni consumo, ni vivienda, ni proyectos, cuando la independencia se ha convertido en un lujo.

Solo un catorce por ciento de los menores de treinta vive fuera de casa (USO, “La emancipación juvenil en mínimos”, 2024). El resto sobrevive entre facturas, alquileres imposibles y un sueldo que no alcanza.

Ahora, desde los que estamos en los treinta y pico, hasta los que empiezan su primera beca de empleo, somos el espejo más cruel de esta historia: Hacemos todo lo que se consideraba correcto, y, a cambio, obtenemos un salario que apenas resiste el coste de la vida.

Si algo demuestra nuestra biografía laboral es que el tiempo no cura la precariedad, solo la maquilla. Somos la generación que más ha estudiado, la que más ha emigrado y la que más tarde se emancipará. Y lo peor es que el país parece cómodo con ello. Demasiado cómodo.

Nos hemos acostumbrado. Las empresas, porque siempre habrá quien acepte. El Estado, porque las estadísticas generales mejoran. La sociedad, porque “ya mejorará, la cuestión es ir subiendo”.

Nadie se escandaliza de que trabajen por el mismo dinero que cuesta una habitación en una capital de provincia, y ni hablemos de las grandes (idealista.com, Informe de Alquiler abril 2025). Nadie se pregunta qué país puede sostenerse cuando su juventud no puede sostenerse a sí misma.

Decimos que la juventud no sabe, que la juventud no estudia, que no se forma, que no hace, que no quiere, que todo le da igual, que son inconscientes, que son unos blandos.

Nos dedicamos a criticar a la juventud por las externalidades, pero lo que no nos damos cuenta es que, si todo esto pasa, es por algo. No porque falte voluntad.

Hay un principio, unos cimientos y una estructura que no aguantan más porque no tienen muros de carga, y alguien empezó a construir por el tejado.

La situación actual de la juventud y media juventud pasa porque lo que estamos eshartos, cansados, agotados, desesperanzados por una vida que no progresa, que nos pide que esperemos, pero no mejora, y cuyas expectativas a futuro parecen menos halagüeñas.

No se puede pedir, si no hay una base con la que sostener. No se puede hacer, si no hay un futuro que esperar.

La costumbre es el enemigo más silencioso del cambio. Y la hemos cultivado. Cada vez que justificamos un salario indecente con la palabra “experiencia”, cada vez que celebramos una reforma que multiplica contratos pero no sueldos, cada vez que tratamos la precariedad como una etapa y no como una condena.

Hace falta una revuelta de expectativas. No un plan, ni una ayuda, ni un bono cultural: Una convicción colectiva de que trabajar no puede ser sinónimo de sobrevivir. Que el talento no se retiene con discursos, sino con condiciones. Que un país que paga mal a sus jóvenes no es competitivo, es suicida. Y si no encuentras jóvenes que explotar, paga más.

Nos hemos acostumbrado a que los jóvenes cobren una mierda. Y mientras sigamos acostumbrados, ellos seguirán pagando el precio de nuestra resignación.

NOTICIAS DESTACADAS

Social Media Auto Publish Powered By : XYZScripts.com