Nota del Día: Cuando la crueldad encuentra refugio en la pantalla
En el Día Internacional contra la Violencia y el Acoso Escolar, los recientes casos reabren el debate sobre el ciberacoso y la indiferencia social que lo sostiene

La luz de una pantalla es suficiente para que todo ocurra / #Tintamanchega

by | Nov 6, 2025 | #ATinta

El acoso ya no termina al salir del colegio: se instala en las pantallas, se alimenta del silencio y convierte la humillación en espectáculo. La tecnología no ha creado la crueldad, solo le ha dado un refugio más amplio.

Cada año, el primer jueves de noviembre, el Día Internacional contra la Violencia y el Acoso Escolar, incluido el Ciberacoso, se convierte en un llamado urgente a tenor de un fenómeno que sigue creciendo en las pantallas, en los pasillos, en los grupos de chat y, sobre todo, en el silencio.

En una anterior Nota del Día reflexionábamos sobre este mismo tema, a raíz de la noticia del suicidio de la joven sevillana Sandra Peña, un caso que conmovió a miles de estudiantes y volvió a poner el foco en la violencia silenciosa que se extiende entre las aulas y las redes.

Durante los últimos meses, las redes sociales se han hecho eco de historias que estremecen, de nuevo. En Asturias, una joven de 14 años relató cómo fue humillada durante meses por una compañera que la insultaba y vejaba a través de redes sociales como si el dolor ajeno fuera entretenimiento.

Además, se han extendido falsedades como que «los colegios no notifican situaciones de acoso escolar y no elevan protocolos porque les quitan subvenciones». Cuándo hemos perdido el límite de la decencia.

Este caso se une a otros cientos que nos obligan a reconocer la realidad de que el acoso ya no se limita a los muros de una escuela. Ahora puede colarse en cada notificación, comentario anónimo, o en cada pantalla que debería ser una ventana al mundo y no una celda.

El ciberacoso amplifica la gravedad de una situación ya preocupante porque transforma la burla en una audiencia masiva, multiplica el alcance del insulto y deja una huella que no se borra con el fin del día.

La exposición pública convierte a las víctimas en objeto de una violencia sin fronteras ni horarios. Y lo más grave: muchas veces, quienes observan permanecen en silencio, creyendo que no hacer nada es neutralidad, cuando en realidad es complicidad.

Vivimos en una cultura que confunde la libertad de expresión con el derecho a humillar. Y esta realidad debería ser extrapolable a todo el universo de posibilidades que se puedan imaginar.

Las plataformas digitales tienen una responsabilidad indiscutible de detectar, denunciar y eliminar contenidos de acoso. Pero también la tiene la sociedad.

Cada familia, cada docente y cada usuario de redes debería entender que la empatía no es una opción, sino una herramienta de supervivencia emocional para una generación entera que crece en lo digital.

Es urgente que las escuelas integren la educación digital en su día a día. Enseñar a convivir en internet es tan importante como enseñar matemáticas o historia, porque aislarlos es algo imposible, obviar la realidad no es una opción, y no estamos preparados para lo que viene.

Identificar un comportamiento dañino, denunciarlo y ofrecer apoyo a quien sufre son aprendizajes esenciales para la vida. Y es fundamental que los adultos escuchen algo: muchas veces, los jóvenes no callan por indiferencia, sino porque sienten que nadie los entenderá, que su dolor será minimizado, o que podrá ser la próxima víctima.

La violencia, en cualquiera de sus formas, no se combate con campañas de un solo día, sino con una transformación cultural. El respeto, la empatía y la responsabilidad no se enseñan en discursos, sino en gestos cotidianos. En cómo hablamos, en cómo respondemos ante la humillación de otro, en cómo decidimos no compartir un vídeo ofensivo aunque parezca “solo una broma”, en el ejemplo que damos.

Parece algo obvio, pero recordemos que detrás de cada perfil hay una persona, y de cada meme o de cada comentario sarcástico, puede haber una herida abierta. Pero, sobre todo, detrás de cada víctima de acoso, hay un círculo de personas, tanto jóvenes como adultas, que puede marcar la diferencia entre la desesperanza y la recuperación.

Al final, todo esto no tiene misterio: el hombre sigue siendo el mismo, solo ha cambiado el modo de apedrear. Antes se hacía en el patio del colegio, ahora se hace desde la cama, con el teléfono en la mano y una sonrisa torcida.

La crueldad siempre encuentra el modo de entretenerse. Y lo peor no son los que insultan, sino los que miran, mastican y siguen bajando el dedo por la pantalla, buscando otra víctima que les saque del aburrimiento.

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