Nota del Día: Cuando la vida y la muerte conversan
Entre flores, rezos y buñuelos, la tradición manchega mantiene encendida la llama de los que ya no están

El silencio del recuerdo, encendido en una llama que nunca se apaga / #Tintamanchega

by | Oct 31, 2025 | #ATinta

En Ciudad Real, el otoño trae flores, velas y memoria. Entre el ruido de Halloween y el silencio de los cementerios, late el mismo corazón: el de un pueblo que recuerda a sus muertos con amor y respeto.

Cuando octubre se despide y el aire de La Mancha huele a tierra húmeda, a mosto y a chimenea, llega a Ciudad Real un tiempo distinto. Las tardes se acortan, los campos se apagan de color, y las campanas comienzan a doblar más lentas. Es el anuncio de Todos los Santos y de los Fieles Difuntos, dos días en los que la provincia entera parece detenerse para mirar atrás, hacia sus muertos, hacia la memoria.

Durante siglos, en los pueblos de Ciudad Real, de Almagro a Tomelloso, de Valdepeñas a Alcázar de San Juan, la víspera del 1 de noviembre fue conocida como la noche de ánimas. No era tiempo de fiesta ni de ruido, sino de respeto.

Las iglesias tocaban a difuntos con un sonido grave y pausado, y en muchas casas se encendía una vela o un candil junto a una estampa, en recuerdo de quienes se habían ido. Algunas personas dejaban esa luz encendida toda la noche, como símbolo de acogida para las almas del purgatorio. Esa costumbre de alumbrar la oscuridad con una llama pequeña, más que superstición, era una manera sencilla de decir: “No os hemos olvidado”.

Con el amanecer llegaba la jornada de Todos los Santos, la más esperada. Las familias preparaban las flores, crisantemos, claveles, lirios, y acudían al cementerio. En cada tumba se repetía el mismo gesto: limpiar, colocar un ramo, rezar un padrenuestro.

En la provincia se mantiene la tradición de adornar las sepulturas con esmero, un rito de respeto y pertenencia que ha sobrevivido a los cambios del tiempo. No hay prisa ese día: se camina despacio, se charla en voz baja, se saluda a los vecinos entre las lápidas. Los cementerios de Ciudad Real, por unas horas, se llenan de vida.

Después de la visita llega la mesa. Es el momento de los dulces de Todos los Santos, herencia de siglos: buñuelos de viento rellenos de nata o crema, huesos de santo de mazapán y yema, rosquillas de anís, mistela o vino dulce. En muchos hogares se conservan recetas transmitidas de generación a generación, elaboradas con paciencia y cariño. Estos sabores son también memoria: cada uno evoca un rostro, una conversación, una tarde de otoño junto a la lumbre.

El 2 de noviembre, Día de los Fieles Difuntos, tiene un tono más íntimo. Las misas se dedican a las almas del purgatorio y los cementerios se visitan de nuevo, esta vez con menos bullicio. Es una jornada de recogimiento, en la que aún resuena el eco de los pasos del día anterior. En algunos pueblos, especialmente en el pasado, se rezaba el rosario de las ánimas al anochecer, pidiendo descanso eterno para los que partieron.

En los últimos años, el paisaje de estas fechas ha cambiado. El Halloween anglosajón ha llegado también a la provincia: los niños se disfrazan, las escuelas organizan talleres de calabazas, los jóvenes acuden a pasajes del terror y las calles se llenan de luces naranjas y negras.

Lo nuevo convive con lo antiguo. En los pueblos y ciudades de Ciudad Real hay espacio para ambas cosas: la diversión moderna y el recuerdo ancestral. Quizá porque, en el fondo, tanto la una como la otra surgen del mismo lugar: del deseo de mirar de frente a la muerte, de convertir el miedo en rito y la ausencia en celebración.

No hay contradicción entre las dos miradas. La tradición manchega no necesita rechazar Halloween, porque su esencia es otra: la de mantener viva la memoria. Donde los disfraces pasan, el gesto de colocar una flor o encender una vela permanece.

En los cementerios, las familias continúan encontrándose, los nombres se repiten, los apellidos se cruzan, y el silencio se llena de historias. Allí, entre los cipreses, late la verdad más profunda de estas fechas: solo muere quien es olvidado.

Cada año, cuando los campos de olivos y viñedos se recogen y el aire de noviembre se vuelve frío, Ciudad Real vuelve a su cita con el pasado. No es nostalgia, es raíz.

Es reconocer que formamos parte de una cadena que nos une a quienes nos precedieron. Las flores, los dulces, los rezos, las campanas. Todo ello compone un lenguaje que habla de respeto, de fe o, simplemente, de amor.

Esta es la verdadera enseñanza de Todos los Santos en esta tierra: que frente a la prisa del presente, aún hay espacio para que el recuerdo, como una vela en la noche, siga alumbrando nuestro camino. Y que en Ciudad Real, cuando octubre termina y noviembre comienza, la vida y la muerte se sientan un rato a conversar, en paz, como viejos amigos.

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