En La Mancha no necesitamos TikTok para sentir vergüenza ajena. Llevamos generaciones practicando el cringe en directo: Bodas, verbenas, karaoke improvisado y un público entregado al juicio rápido.
Lo único que ha cambiado es el formato. Antes bastaba con que el pueblo hablara; ahora basta con que alguien suba un vídeo. El término cringe suena moderno, pero describe lo de siempre: Esa mezcla entre bochorno y superioridad moral que sentimos cuando otro se atreve a hacer algo que nosotros nunca haríamos… en público.
Desde la psicología se le llama “vergüenza vicaria”, pero no hace falta un doctorado para entenderlo. Es el reflejo de supervivencia del animal social: Si el de al lado canta, baila o confiesa demasiado, uno se encoge por si acaso.
En el fondo, nos da cringe porque nos recuerda lo fácil que es dar lástima. El mecanismo es bastante simple. Reírnos primero para que no se rían de nosotros después. La empatía ha sido sustituida por la risa preventiva.
Sociológicamente, el cringe es el nieto digital del qué dirán. Misma familia, distinta velocidad. Antes el rumor tardaba un día en cruzar la plaza; hoy tarda tres segundos en viralizarse. El qué dirán de antes se resolvía con un “anda, mira este”, dicho con café en mano. El de ahora llega en forma de comentario, retuit o sticker de payaso.
El principio no cambia. A la postre, significa regular lo que se puede y no se puede hacer sin dar vergüenza. La diferencia es que ahora te vigila medio planeta. Antes bastaba con el pueblo.
El cringe es la versión moderna del cotilleo. Todos participamos y nadie lo admite. Hay algo tranquilizador en ver a otro hacer el ridículo. Refuerza la idea de que nosotros seguimos en el lado correcto de la pantalla.
Lo irónico es que esa vigilancia colectiva no impide el ridículo; lo multiplica. Cuantos más filtros usamos para no parecer idiotas, más artificiales resultamos. Hay toda una industria dedicada a vender naturalidad sin arrugas, espontaneidad con guión y autenticidad medida al milímetro.
El cringe es el fallo del sistema, el glitch que deja ver que seguimos siendo humanos, aunque solo sea por accidente.
En La Mancha el tema tiene su versión autóctona. Aquí lo llamamos prudencia, modestia o simplemente miedo a que hablen.
La educación sentimental manchega enseña tres cosas: No hagas el ridículo, no llames la atención y, sobre todo, no seas intenso. Traducido al lenguaje actual: No des cringe.
Si alguien sube un vídeo bailando en el parque o declamando poesía, o está borracho o busca atención. Lo curioso es que ‘todos’ querríamos hacer lo mismo, pero esperamos a que otro se arriesgue para poder opinar.
Las generaciones más jóvenes han perfeccionado esta dinámica. La ironía es su mecanismo de defensa favorito. Es el equivalente digital de mirar al suelo mientras saludas al vecino. Mostrar interés sin compromiso.
El cringe funciona como semáforo social. En cuanto alguien muestra demasiada ‘sinceridad’, alguien grita “cringe” y todos vuelven a la normalidad. Es un sistema muy eficiente para mantener el control y evitar cualquier emoción real.
Culturalmente, hemos elevado el miedo al ridículo a categoría estética. Se llama postirónico, weirdcore o “mi humor es raro”. El truco consiste en fingir desinterés total por todo, incluso por las cosas que te gustan.
Ser irónico es más seguro que ser entusiasta. El entusiasmo es peligroso, puede parecerte de verdad algo. Y si algo te importa, ya has perdido. El algoritmo huele la vulnerabilidad.
Paradójicamente, empieza a haber quien se cansa del juego. Algunos jóvenes; siempre habrá valientes; han decidido reclamar su derecho a ser cringe. Publican sin miedo, bailan mal, cantan peor y lo celebran.
Lo hacen sin ironía, que es lo más provocador que puede hacerse hoy. Han descubierto que la sinceridad da menos vergüenza que el cálculo permanente. Puede que sea uno de los movimientos más realmente subversivos de esta época. La torpeza voluntaria.
El cringe, visto con calma, tiene algo liberador. Si todo el mundo puede ridiculizarte, mejor hacerlo tú primero. Es una estrategia antigua el reírse de uno mismo antes de que lo hagan los demás.
En un contexto donde cada palabra se puede convertir en contenido, la autocrítica se convierte en autoprotección. La diferencia es que ahora la risa viene con “likes”. Lo importante es que el público piense que te da igual.
Y al final, entre el cringe y el qué dirán no hay tanta distancia. Ambos nacen del mismo reflejo, el miedo a ser visto sin guión. La única diferencia es la conexión a internet y la velocidad del chisme.
En el fondo, seguimos igual de pendientes de la mirada ajena, solo que ahora cabe en una pantalla de seis pulgadas. La modernidad no nos ha hecho más libres, solo más visibles.
Quizá el truco esté en aceptarlo. En reconocer que, por mucho que filtremos, todos damos vergüenza a ratos. Que la perfección no emociona y la torpeza, al menos, entretiene.
En La Mancha lo sabemos de sobra. Siempre hay alguien mirando, siempre hay alguien opinando. Así que, puestos a hacer el ridículo, mejor hacerlo con convicción. Peor que ser cringe es no atreverse a serlo.
