Cada 1 de diciembre repetimos los mismos gestos. Un lazo rojo, un recuerdo para quienes ya no están, cifras, campañas, declaraciones institucionales. El Día Mundial del Sida funciona como pausa colectiva para mirar lo que hemos avanzado y lo que queda pendiente.
Pero dentro de este ritual necesario, hay un tema incómodo que rara vez se aborda en voz alta: Cuando el activismo que nació para combatir el estigma termina reproduciéndolo. Sí, también existe un activismo que juzga, que señala, que moraliza y que coloca categorías de “buenos” y “malos” dentro de una comunidad que debería cuidarse mutuamente. Por suerte, no es el más común.
No se trata de negar ni un milímetro del papel histórico del activismo en la lucha contra el VIH. Si hoy hablamos de derechos, tratamientos, financiación y dignidad es gracias a quienes exigieron todo eso con rabia, inteligencia y coraje en los años más oscuros. Pero precisamente porque el activismo es importante, es necesario ser crítico cuando algunas de sus dinámicas empiezan a ser contraproducentes.
El problema aparece cuando el discurso se convierte en una especie de tribunal moral. Un tribunal que no siempre escucha, que no siempre comprende, y que a veces sustituye la empatía por una mezcla de superioridad y pureza militante. En ese tribunal, se juzgan prácticas, estilos de vida y decisiones personales como si fueran indicadores de compromiso político. Y así, sin darnos cuenta, una lucha que nació para liberar se vuelve restrictiva.
Ocurre, por ejemplo, con la manera en que algunas voces activistas hablan sobre el sexo, la PrEP, el chemsex o el simple deseo. A menudo se reviste de discurso de salud pública lo que en realidad es una incomodidad moral con la sexualidad de otros. Se sacraliza la responsabilidad individual hasta extremos que olvidan que la prevención no funciona cuando se basa en la culpa.
Se ponen etiquetas de “manifestar autocuidado” o “poner en riesgo a la comunidad” a decisiones que, en última instancia, son íntimas. Y justamente ahí nace un estigma que hiere más porque viene desde dentro.
También se percibe un juicio soterrado hacia quienes viven con VIH con vidas que no encajan en cierto ideal de “paciente modélico”. Como si hubiera una forma correcta de llevar el diagnóstico: Adherencia perfecta, actitud impecable, postura políticamente adecuada. Quien se salga un milímetro de ese guion; por miedo, por agotamiento, por rabia, por simple humanidad; queda marcado como irresponsable.
Es un relato que olvida que la vivencia del VIH no es uniforme, que no todas las personas tienen las mismas redes, los mismos recursos, ni las mismas circunstancias emocionales o socioeconómicas.
El activismo que juzga no solo es injusto, es ineficaz. Para hablar de prevención real, para que las campañas funcionen, para que las personas pidan ayuda sin miedo, hace falta honestidad. Hace falta que cualquiera pueda decir “no sé cómo manejar esto”, “tengo miedo”, “no estoy bien”, “no controlo esta situación” sin temer que el dedo acusador caiga sobre él. La culpa nunca ha sido una estrategia sanitaria, y sin embargo, sigue apareciendo disfrazada de discurso responsable.
Además, este tipo de activismo excluye realidades. Personas migrantes, mujeres cis y trans, trabajadores sexuales, usuarios de chemsex, jóvenes sin red comunitaria o personas que son «acusadas» de positivas sin serlo: Muchos quedan fuera de la foto cuando la militancia se vuelve homogénea y normativa. Y cuando el activismo solo representa a quienes cumplen cierto molde, deja de ser activismo para convertirse en un club moral. El VIH afecta a cuerpos y vidas diversas, y cualquier respuesta que ignore esa diversidad está destinada a fallar.
No se trata de dividir a la comunidad ni de atacar al activismo, porque lo que aquí se presenta no es la mayoría, sino todo lo contrario. Se trata de fortalecerlo, de recuperar la esencia que lo hizo poderoso. La capacidad de escuchar, de acompañar y de defender sin medir quién merece más o menos apoyo. El VIH nunca ha sido solo un asunto biomédico; es una cuestión social, emocional y profundamente humana. Y donde hay humanidad, hay contradicciones, errores y trayectorias imperfectas.
En un día como hoy, quizá el mejor gesto que podemos hacer no es repetir eslóganes, sino revisar nuestras propias prácticas. Preguntarnos si, sin querer, estamos imponiendo modelos de conducta que generan más silencio que diálogo, o si estamos condenando a alguien sin juicio ni delito. Hay que recordar que la lucha contra el VIH no se gana con pureza, sino con empatía, matices y la voluntad de no dejar a nadie atrás.
Porque el activismo salva vidas. Pero en esos pequeños casos donde juzga, también puede herir. Y en una lucha donde cada herida cuenta, lo último que necesitamos es convertirnos en enemigos dentro de la misma trinchera.
