Nota del Día: La patria sin raices
El desarraigo y la desmemoria como enfermedad moral de España

Identidad, desgaste, resistencia: el país que aún intenta entenderse / #Tintamanchega

by | Oct 29, 2025 | #ATinta

Cuando la historia se usa como arma, el presente se vacía. Arraigarse no es mirar atrás, sino recuperar la dignidad de comprendernos sin mentiras.

Desde esta llanura donde el horizonte parece infinito, uno diría que a España no le falta tierra, sino suelo moral.

Nos hemos quedado sin suelo. No sin derechos, ni sin tecnología, ni siquiera sin futuro: sin raíces. España, que durante siglos fue tierra de arraigos, de fe compartida, de ideas, de memoria viva, hoy flota en una especie de presente sin espesura. Vivimos conectados a todo y ligados a nada. Guardamos los recuerdos en la nube, los afectos en un chat y las convicciones en una lista de reproducción.

Nuestra identidad se actualiza cada semana, al ritmo de las tendencias virales. Cambiamos de opinión según el algoritmo, y confundimos notoriedad con pertenencia. Cada uno es su propio escaparate y su propio público.

Ese desarraigo emocional no es solo un problema íntimo, sino que se convierte en una fragilidad política. Cuando un pueblo olvida de dónde viene, cualquier relato fuerte, por falso que sea, puede seducirlo. Y eso es justo lo que estamos viendo: el regreso de nostalgias autoritarias y de discursos que prometen orden, raíces y orgullo, a cambio de obediencia y olvido.

España atraviesa una crisis silenciosa de pertenencia. Los jóvenes no pueden formar proyectos estables; los adultos viven fatigados de precariedad y ruido; los mayores sienten que su país ya no se parece al que ayudaron a levantar.

Y, mientras tanto, el debate público se reduce a una guerra simbólica donde la memoria histórica se usa como piedra arrojadiza entre los que la defienden y los que la quieren enterrar en la misma fosa que nuestros recuerdos.

En lugar de construir un relato común, nos hemos instalado en la revancha. Una parte de la izquierda convierte el pasado en campo de batalla moral; y una parte de la derecha, en patrimonio sentimental. Unos quieren saldar cuentas; otros, borrarlas. Entre ambos extremos, el país se ha quedado sin pedagogía del pasado: sin reconciliación real, sin reparación posible, sin autocrítica serena, sin transmisión.

Convertir la memoria en arma arrojadiza no solo trivializa el pasado: vacía el presente. Cuando un país no enseña a entender su historia, deja que otros la reinventen. Y ese vacío emocional lo están ocupando quienes venden certezas simples: los que idealizan la dictadura, los que juegan con símbolos del franquismo o los que defienden abiertamente modelos de “orden” autoritario, como si la democracia fuera un lujo y no una conquista.

La nostalgia del franquismo, y de cualquier régimen totalitario, no nace de la convicción ideológica, sino del hartazgo emocional. Surge del cansancio de la complejidad, de la sensación de vivir sin sentido, del deseo infantil de que alguien decida por nosotros. Es el síntoma melancólico de un país desarraigado.

El problema no es solo que algunos reivindiquen aquel pasado; es que muchos más lo miran con indiferencia, como si no tuviera nada que enseñar. Anestesiados por la ironía, convencidos de que todo es lo mismo, muchos prefieren el escepticismo cómodo a la incomodidad de pensar.

Y ese olvido banal es más peligroso que la nostalgia militante. Porque el olvido genera vacío, y el vacío siempre busca llenarse con mitos.

La democracia española, en lugar de cuidar su memoria como antídoto contra la repetición, la ha delegado al partidismo. En las escuelas apenas se enseña el siglo XX con profundidad; en las redes, se reducen las heridas a memes o insultos. Y así, el país se mueve entre la culpa y la desmemoria, entre la vergüenza y el cinismo, incapaz de construir una identidad serena.

Simone Weil escribió que el desarraigo no solo destruye comunidades, sino almas. Y España, más que desunida, está desenraizada. No es que hayamos perdido el sentido del pasado: hemos perdido el sentido de continuidad.

La memoria, cuando se usa con fines partidistas, se vuelve propaganda. Pero cuando se cultiva como reflexión moral, se convierte en suelo. No se trata de idealizar a nadie ni de borrar las sombras, sino de comprender lo que nos pasó para no repetirlo con otro uniforme.

George Steiner lo resumió con una lucidez casi bíblica: “Cuando la memoria se debilita, regresan los demonios”. No es casual que en tiempos de desarraigo reaparezcan los lenguajes del odio, las soluciones simples, los patrioterismos de escaparate.

Una sociedad sin raíces no necesita censura: se autocensura sola, por miedo a quedar fuera de la tribu digital o a pensar distinto del algoritmo.

Arraigarse no es mirar atrás con nostalgia, sino mirar hondo. Es comprender que la identidad no se hereda, sino que se cultiva. Que una nación madura no teme a su historia, sino a la ignorancia de ella.

La reconciliación que España necesita no es sentimental, sino pedagógica. No consiste en olvidar los crímenes ni en perpetuar el rencor, sino en enseñar a las nuevas generaciones a leer el pasado como advertencia y no como mito.

Tal vez el futuro de este país dependa menos de un nuevo programa político que de una nueva ética del recuerdo: un pacto de lucidez colectiva. Recordar sin odio. Enseñar sin dogma. Reconocerse sin humillarnos.

Cuidar la memoria, el lenguaje, la conversación, la belleza de lo cercano: todo eso es política en el sentido más noble. Arraigarse no significa quedarse quieto, sino saber desde dónde moverse.

España no necesita más banderas ni más himnos, sino más profundidad. Porque quien no sabe de dónde viene, acaba obedeciendo a quien le promete un pasado inventado al estilo años 50.

Y quizá, solo quizá, la verdadera revolución de este país empiece cuando decidamos, al fin, mirarnos sin miedo. Y tal vez, en ese gesto, el de mirar de frente lo que fuimos, empiece de nuevo nuestra raíz.

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