El reciente apuñalamiento de Iris Stalzer, alcaldesa electa del Partido Socialdemócrata alemán, ha sacudido la política europea. Aunque la investigación apunta a diversos motivos, su condición de representante pública llega en un contexto de agresiones, amenazas y discursos inflamados que, de un modo u otro, van erosionando la frontera entre la discrepancia legítima y la hostilidad destructiva. Y aunque parezca algo lejano, en muchos lugares, pensaron lo mismo.
En los últimos meses se han sucedido episodios alarmantes en Estados Unidos, como caso del del activista conservador Charlie Kirk, o los dos políticos demócratas del estado de Minnesota, Melissa Hortman, presidenta de la Cámara estatal, y el senador John Hoffman, que fueron tiroteados en sus respectivas casas junto a sus cónyuges, en lo que el Departamento de Justicia calificó como un “ataque político dirigido”. Estos actos acabaron con el asesinato de Hortman junto con su marido, y los Hoffman heridos y hospitalizados.
En España, aunque no con el dramatismo de francotiradores, o agresiones de este calibre, la violencia política también ha manifestado de forma cada vez más alarmante: Ataques a sedes de partidos, o coacción verbal, insultos y amenazas a dirigentes, jueces y periodistas. Y todos sabemos que aquí, es donde no vale el «y tú más».
Estos hechos no surgen de la nada. Prosperan en un clima donde el debate público se ha vuelto más emocional, tenso y simplista. Las redes sociales amplifican la indignación y la política ha aprendido a operar en esa frecuencia. En lugar de razonar, se busca movilizar; en vez de persuadir, se pretende derrotar.
La consecuencia es un lenguaje cada vez más agresivo, donde el adversario se convierte en enemigo moral y la descalificación sustituye al argumento. La palabra pierde su función deliberativa y gana fuerza como arma de un combate simbólico.
En ese terreno fértil prosperan los discursos que deforman la realidad y envenenan el diálogo democrático. Se acusan entre supuestos rivales de “querer destruir el país”, se repite que “todos los políticos son corruptos” para justificar el desprecio generalizado, se lanza el “y tú más” para eludir cualquier responsabilidad, el «ya no se puede decir nada» para evitar las consecuencias de una «opinión» polémica, o se recurre a la deshumanización y al insulto, que convierte al adversario a una amenaza o una plaga que eliminar.
Poco a poco, el debate se convierte en una pelea de eslóganes emocionales, y las palabras dejan de buscar soluciones para servir de proyectiles. Y cuando la agresión verbal se normaliza, el paso a la física deja de parecer impensable.
El apuñalamiento de Iris Stalzer, quizás sea o no un crimen político, pero nos recuerda que la violencia nunca empieza con el cuchillo, sino con la palabra convertida en un arma. Si la democracia Española, entendida como el acuerdo social que nos une a todos para poder vivir en paz, se funda en el diálogo, protegerla implica recuperar la racionalidad y la empatía como formas de resistencia. No se trata de rebajar la pasión política, sino de reivindicar la razón, la escucha y la palabra como espacio de encuentro y no de combate. Solo así evitaremos que la crispación cotidiana termine escribiendo una página que nadie queramos recordar.
