Nota del Día: Paz como espectáculo
Entre la redención de Alfred Nobel y las nominaciones políticas, el galardón más simbólico del mundo enfrenta su mayor crisis moral

La líder opositora venezolana María Corina Machado ha sido galardonada, con polémica servida, con el Premio Nobel de la Paz 2025 / #Tintamanchega

by | Oct 11, 2025 | #ATinta

María Corina Machado, Donald Trump, y un galardón que pierde la brújula mientras el mundo cuestiona su sentido.

Ayer se nombraba Premio Nobel de la Paz 2025 con una emotiva llamada a María Corina Machado, líder opositora al régimen chavista venezolano presidido por el simpático Nicolas Maduro, entre el ruido generado por el presidente de los Estados Unidos y gran magnate norteamericano Donald Trump, al cual parece que se le frustra el ansía mesiánica de alzarse con el deseado galardón.

Por mucho tiempo, el Premio Nobel de la Paz ha sido un faro simbólico en medio del caos mundial. Cada año, el mundo observa cómo un nombre, a veces desconocido, a veces poderoso, y casi siempre cuestionado, se eleva por encima de la violencia y el egoísmo global. Pero tras la emoción del anuncio y los discursos solemnes, surge una pregunta que cada vez resuena con más fuerza: ¿Sigue el Nobel de la Paz fiel a los principios que Alfred Nobel imaginó, o se ha convertido en un trofeo político con apariencia de virtud?

Alfred Nobel, el inventor de la dinamita, escribió en su testamento de 1895 que su fortuna debía servir para premiar a quienes trabajaran “por la fraternidad entre las naciones, la reducción de los ejércitos y la promoción de la paz”. Aquel hombre, que conocía el poder destructivo de sus propias creaciones, quiso legar una esperanza: la idea de que el progreso debía estar al servicio de la vida, no de la muerte.

Debía reconocer acciones que promovieran la paz, la cooperación entre los pueblos y la resolución no violenta de los conflictos. Además, Nobel dispuso que, a diferencia de los otros premios entregados en Suecia, este fuese concedido por un comité noruego independiente, con la intención de mantener cierta distancia política respecto a las potencias europeas.

El Premio Nobel de la Paz nació de una culpa redentora y de una convicción ética. Era un llamado a premiar la acción moral sobre la conveniencia política.

Sin embargo, con el paso de las décadas, ese ideal parece desdibujarse entre las manos de quienes lo otorgan. El Comité Noruego, responsable de elegir a los ganadores, dice actuar con independencia. Pero los hechos invitan a dudar.

El premio a Barack Obama en 2009, cuando apenas había asumido la presidencia de Estados Unidos, fue una ovación a la esperanza más que a los hechos. El reconocimiento a la Unión Europea en 2012 sonó más a un acto de autopromoción continental que a un homenaje a la paz. O Abiy Ahmed Ali en 2019, que pasó de héroe a responsable de una guerra interna con crímenes en contra de los derechos humanos, y que terminó siendo una herida en la credibilidad del propio Nobel. Y así numerosos ejemplos.

Es inevitable preguntarse: ¿Puede un galardón conservar su valor moral cuando se entrega en medio de estrategias diplomáticas, presiones ideológicas o cálculos geopolíticos? La paz, en este escenario, deja de ser un compromiso ético para convertirse en una herramienta narrativa: una forma de premiar símbolos en lugar de transformar realidades.

Imaginemos por un momento que el Presidente Donald Trump hubiera recibido el Nobel de la Paz, como ha sido propuesto tras sus “gestiones” para la paz en Medio Oriente, y por sus «intervenciones para acabar con conflictos armados a nivel mundial».

Israel presentó y defendió la nominación del magnate estadounidense apelando a su papel en la firma del plan de paz para Gaza y en la mediación del alto el fuego entre Israel y Hamás. El gobierno de Benjamin Netanyahu lo ensalzó como un líder capaz de lograr lo que otros evitaron: Sentar en la mesa de negociación a enemigos históricos y frenar, al menos por un momento, la espiral de sangre.

En la carta de nominación, Netanyahu destacó que Trump “había abierto una vía diplomática inédita hacia la estabilidad regional”, y que su gestión representaba “una oportunidad real para un nuevo comienzo en Medio Oriente”.

Sin embargo, esa justificación se sostiene sobre un terreno resbaladizo y con una posición claramente legitimista: El alto el fuego es extremadamente frágil, el plan de paz favorece claramente a Israel y los palestinos denuncian haber sido relegados a un papel simbólico, además de que Trump ha sido fiel defensor de una supuesta “Riviera Gaza” a costa de la expulsión y exterminio de los gazatíes. Más que un gesto hacia la paz, la propuesta parece una maniobra de legitimación política envuelta en lenguaje moral.

Además, Trump ha sido defensor del aumento del gasto militar exigiendo a la OTAN un mayor gasto en defensa subiendo al 5% del PIB de los países, lo que, aunque para algunas personas pueda ser un movimiento coherente en el contexto sumamente militarista que se vive hoy en día, contradice completamente los principios del mismo premio.

Desde una mirada ética, y evitando la valoración moral de la cuestionable política del magnate, la nominación revela el dilema central del Nobel de la Paz en nuestro tiempo: ¿Puede la diplomacia interesada confundirse con la paz auténtica?

Otorgar un premio de tal peso moral a un líder tan divisivo habría significado normalizar la idea de que la paz puede imponerse por poder o conveniencia. Israel no propuso a Trump por su compasión o su compromiso humanista, sino por su utilidad estratégica. Y esa es precisamente la fractura más peligrosa del Nobel actual: Cambiar el mérito ético por la influencia política, dejando de iluminar la conciencia del mundo y pasando a reflejar sus sombras.

En cualquier caso, las reacciones habrían sido explosivas. Para unos, habría sido un reconocimiento al pragmatismo, mientras para otros, la mayoría, hubiera sido una burla monumental a los principios del premio.

La verdad es que ese escenario hipotético habría revelado una incomodidad que ya existe. La fragilidad moral del Nobel de la Paz en tiempos donde la política se disfraza de ética.

Es posible que el mayor desafío del Nobel no sea encontrar candidatos heroicos, sino reconciliarse con su propia conciencia. Volver a ser, como quiso Alfred Nobel, un espejo ético del mundo y no un reflejo de sus intereses.

Pero la paz no se decreta, se construye con esfuerzo, respeto al prójimo y altitud de miras. Y para eso, hacen falta líderes y personas con la honestidad suficiente para no usar la palabra “paz” como un trofeo ni como un disfraz.

El Nobel de la Paz debería volver a mirar en esa dirección. Hacia quienes construyen comunidad, hacia los que apuestan por la dignidad y los derechos humanos. Solo entonces volverá a ser lo que Alfred Nobel imaginó: un reconocimiento a la humanidad, y no al poder.

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