Ayer, el consistorio de Miguelturra y la Parroquia de Nuestra Señora de la Asunción firmaron un acuerdo para acompañar a las personas mayores que viven solas. Este gesto aparentemente discreto, toca uno de los grandes temas de nuestro tiempo: la soledad no deseada. Cinco mil euros de presupuesto, un grupo de voluntarios y voluntarias, y un propósito tan sencillo como inmenso: que nadie termine sus días en soledad sin haberlo querido.
Se escucha cada vez más que actualmente hay muchos tipos de mayores: jóvenes mayores, mayores medios, longevos, dependientes, activos, etc. Hay algunos que están completamente inmersos en la vorágine de la modernidad, y otros que mantienen sus costumbres como una cápsula del tiempo que preserva la memoria de nuestra vida.
Pero el hecho que hoy nos atañe, que empieza a ser algo transversal para todas las generaciones adultas, en los mayores puede ser una realidad demasiado tangible y dolorosa. La soledad no deseada.
Hay dos datos recientes que muestran la importancia de este fenómeno que irá aumentando en los próximos años. El Gobierno de Castilla-La Mancha afirmaba en junio de este año que más de 100.000 personas mayores viven solas en la región, la mayoría mujeres y residentes en zonas rurales, lo que ha llevado a reforzar la Estrategia regional contra la Soledad No Deseada.
En el caso de la provincia de Ciudad Real, las previsiones del Instituto Nacional de Estadística apuntaban a que el número de hogares unipersonales podría aumentar un 38,3 % hacia 2039, alcanzando cerca de 80.000 viviendas habitadas por una sola persona, lo que refleja la magnitud del envejecimiento y del aislamiento proyectado para los próximos años.
Durante siglos, las personas mayores ocuparon el centro de la vida. Cuidaban, sostenían, aconsejaban y guardaban la memoria de los que ya no estaban. Hoy, muchas de ellas han pasado de cuidar, a necesitar cuidados.
Nacieron en un tiempo en el que la vida era completamente distinta, en el que la vida no llevaba tanta prisa. Pero la vida cambió demasiado rápido, y en ese tránsito, el mundo parece haberse olvidado de mirarlas. No están solas porque no haya gente a su alrededor, están solas porque el ruido no las escucha.
La soledad no deseada no es un silencio físico, es un hueco emocional. No es solamente la ausencia de compañía, sino la ausencia de vínculo. Desde los entornos capitalinos hasta en el mundo más rural, nadie parece quedar protegido de ella, y las corrientes de hiperproductividad se encargan perfectamente de recordarlo.
A veces, incluso, aparece la sensación de que nos cuesta mirar de frente esa realidad, quizá porque nos recuerda lo que seremos para una sociedad que sólo parece valorar la velocidad y una hipotética utilidad.
Cada persona mayor que vive sola es, en cierto modo, el vivo reflejo de un tiempo que habla de bienestar, pero que a menudo olvida el cuidado. Por ello cada iniciativa que lucha con la soledad no deseada de nuestros mayores, es imprescindible, no sólo porque ofrecen ayuda, sino que restituyen sentido, y devuelven dignidad donde antes había invisibilidad.
Pero combatir la soledad no es una tarea institucional, sino un compromiso civil. Una responsabilidad social que empieza en la puerta de cada persona, en la llamada que nunca se hace, y en el saludo que dejamos para otro día.
Quizá la pregunta no sea cómo evitar la soledad, sino cómo volver a reconocerlos, a resignificarlos en nuestra cotidianidad no como una carga, como a veces muchos quieren hacerles sentir, sino como una fuente de sabiduría, de historia y de afecto.
Porque al final, la soledad no deseada no se cura con compañía, sino con presencia. Y la presencia se construye con respeto, tiempo, escucha y mucha ternura. Tal vez el verdadero progreso no sea vivir más años, sino lograr que nadie los viva solo.