Suele ocurrir que cuando uno ve un cuadro de, por ejemplo, un paisajista inglés romántico del siglo xix y ve una manada de caballos galopando por una pradera verde o un ciervo abrevando en un río, todo en un bosque idílico, no duda: es una imagen descriptiva muy fácil de ver. Quizás es simplemente hermosa o quizás está idealizada de alguna manera, pero es lo que se ve. Y te gusta o no.
Pero cuando uno se enfrenta a una obra abstracta las cosa cambia. Es muchísimo más difícil identificar cada elemento del cuadro y uno no acaba por decidirse si le gusta o no. Es más, a algunas personas les parece una aberración o incluso un insulto.
Es verdad que antes de visitar un museo de pintura contemporánea viene bien informarse un poco antes de la visita (hoy, con internet, es bastante fácil). Conviene elegir a un pintor o una serie de cuadros. Cuatro o cinco, no muchos más porque el trabajo de documentación e investigación, si queremos ver más –y no digamos todo el museo–, sería un esfuerzo de mucho tiempo. Ya habrá momentos para volver a pisar el museo y contemplar otras obras, otros autores.
Pero esa manera un poquitín «científica» de enfrentarse a un trabajo artístico es bueno para entender el tiempo, la época del autor, las cosas que se hacían en su momento y, sobretodo, por qué se hacían así.
Mas, aunque no se haga ese trabajo de investigación y documentación, uno puede aventurarse a visitar un museo de arte contemporáneo –desde principios del siglo xx hasta hoy– siempre que uno se arme con una mente abierta y curiosa.
Hay que diferenciar entre arte figurativo y abstracto. El arte figurativo contemporáneo es igual de fácil de ver que las obras clásicas, si lo comparamos con el abstracto.

En el arte figurativo de nuestros días podemos enfrentarnos ante una escena de un borracho rendido sobre la barra de un bar, una mujer observando cómo se construye un edificio o el espejo retrovisor exterior de un coche en donde se refleja la mirada de alguien subido al volante, observando por él.
«Antes de visitar un museo contemporáneo conviene informarse antes. Elige un pintor o una
serie de cuadros. Cuatro o cinco, no muchos más porque el trabajo de documentación puede ser tedioso».
Es verdad que la interpretación de cada cual será diferente. Habrá quien interprete que el conductor que mira por el retrovisor exterior de su coche está sumergido en una actitud retrospectiva de recuerdo y nostalgia de su pasado; otra persona podrá creer que el sujeto está esperando a que alguien se acerque al portal de su casa para atracarlo y desvalijarlo a punta de navaja. Pero lo que nadie negará es que se trata un tipo al volante de su coche mirando por el retrovisor exterior. Nadie podrá decir que el fulano que mira por el retrovisor no está mirando.
Claro, el arte abstracto no nos lo pone tan fácil. Podemos estar hablando de un cuadro donde sólo se distinguen manchas de color sin una forma reconocible. Y entonces, ¿cómo se enfrenta uno a ese trabajo artístico para poder disfrutarlo, que al final se trata de eso?
«Eso lo hace mi hijo»
Todo el mundo lo ha oído… y alguna vez, quizás, ha podido pronunciar esa frase. La última vez que la oí fue hace algún tiempo, frente a una imagen en televisión de un cuadro mientras hablaban de un pintor que
entonces yo no conocía, Franz Kline (1910-1962). No recuerdo si se trataba del cuadro que os muestro más abajo, pero era similar. Y un amigo que me acompañaba me comentó la frasecita: «…eso lo hace mi hijo».
Hay que decir que mi amigo era muchos años más joven que yo y que su hijo era un chavalín adolescente que solo se había acercado a un lápiz o un pincel en la escuela, rellenando de colores una silueta impresa en blanco y negro –«¡y sin salirse de la raya!»–, con el consabido verde para las copas de los árboles, marrón para el tronco del árbol y azul para el río –aunque todo el mundo sabe que los ríos no son azules (¡mira por dónde, ahí hay una abstracción natural y espontánea!)–.
Y, como era mi amigo y donde hay confianza da asco, le respondí como un muelle: “No. Eso no lo haría tu hijo jamás. Y, si por suerte lo hiciera una vez… de puta casualidad, ni aunque pintara doscientos cuadros más, no podría repetir nada parecido, jamás de los jamases”. Ni que decirse tiene que ese fue el fin de esa amistad: a un padre no se le mienta al hijo gratis.
Pues claro que eso no lo hace cualquiera. Es como cuando se terminó el Guggenheim de Bilbao, que a algunos retrógrados les parecía una «mierda de perro callejera» [literalmente].

Pero hay que levantar ese edificio y que no se caiga –demostrando grandes conocimientos técnicos– y en especial hay que admirar y disfrutar de esas líneas curvas y ese «movimiento» orgánico y bellísimo que tiene el edificio (¿quién constru- ye un edificio con movimiento, sino un genio?) cuando, por contra, hay quien se opone porque «de toda la vida de Dios los edificios son cúbicos con paredes rectas, estancas, perpendiculares, quietas, incólumes… Por favor, ¡cómo se le ocurre!».
El cuadro
Si nos ponemos frente a este cuadro de Kline vemos que se trata, al primer vistazo, de unos trazos negros o muy oscuros y gruesos. Habría que ver el cuadro en directo, porque una foto puede estar mal tomada o que su escaneo sea torpe y no reflejar todos los tonos que puede albergar una pincelada oscura que parece homo- génea, pero que puede que no lo sea y que albergue matices de otros colores discretamente utilizados. Por eso es muy interesante ir a museos y exposiciones a ver en realidad, de cerca, qué se ha propuesto en una obra de arte.
Ese trazo oscuro está flotando sobre un campo claro –¿o un mar…?, ¿o simplemente el estado fluido de una base o materia que desconocemos si es inestable o, por el contrario, sólida…?–.
¡Cuántos misterios intrigantes!… ¿no es mucho más interesante que el cuadro del ciervo abrevando en el río?
Pero además es que ese fondo claro no es blanco como el pintado con rodillo en la pared de mi habitación, sino que tiene numerosas calidades, intensidades y tonos velados –como un velo ligero superpuesto– de azules, rosas y grises, muy sutiles.

Además hay diferentes texturas porque las pinceladas del autor se superponen unas a otras, y unas se escon- den aquí pero se muestran allá, a voluntad del artista –que sería muy interesante ver en directo porque no sabemos por la foto si estas texturas están más cargadas de materia –pinceladas gruesas, cargando bien el pincel de pintura y que dejan rastros de pintura gruesos– ni en qué lugares son más planas –arrastrando mucho el pincel y extendiendo bien el color por la superficie– y dejando la materia pictórica muy pegada a la superficie, casi como con una espátula cuando emplastas una grieta en la pared de tu cuarto–.
Todos estos efectos existen por voluntad del artista y no por casualidad, como sería un cuadro del hijo de mi amigo del que no me atrevo a decir el nombre (¡te lo mereces por obtuso, Marcelo!, con todo el cariño…).
Luego, hay pequeñas áreas del cuadro con decididos colores. No son grandes, pero resaltan mucho porque son pocas pero de intensidades robustas. Hay naranjas, ocres, verdes y grises, que se asoman tras el trazo principal oscuro y nos saludan, como jugando al escondite.
Después de esta impresión personal –que no es un análisis técnico ni artístico sino una simple mirada curio- sa– y si lo miramos con pausa… no hay un milímetro de la obra que no tenga un secreto que descubrir ¡y sin una sola figura reconocible! No hay un fulano sentado en su coche mirando el retrovisor del exterior por ningún lado, ni un caballo en la pradera, ni un ciervo abrevando… pero tiene mil recovecos y misterios asombrosos.
