…y lo del concepto
Luego viene lo otro… ¿qué ha querido decir el artista? Esta es la pregunta del millón de euros, amigas y amigos. Pero ni sé la respuesta ni me importa, la verdad. Igual que el cuadro figurativo del fulano que mira por el retrovisor tiene tantas interpretaciones como miradas de visitantes al museo, el íntimo significado del cuadro de Kline solo lo sabe el artista… Pero, ¿de verdad es la clave para que valoremos si la obra nos gusta o no?
Si me empeño en explicarme todos los misterios en cuestiones de arte, creo me voy a perder. Porque me falta formación específica y, además, porque no necesito tanta explicación de todo. Y esta columna hoy trata de cómo disfrutar del arte abstracto siendo solo un ciudadano de a pie. No quiero enfrentarme a un cuadro, escultura o una composición musical y devanarme los sesos hasta deducir un novelón de seiscientas páginas con presentación, nudo y desenlace. Para eso está la literatura, que es otro arte distinto.
A veces he escuchado una sinfonía en compañía de alguien que analiza el sonido de una flauta travesera haciendo gorgoritos y en seguida te dice: “eso son los pájaros”; con el oboe te explica: “y eso los ciervos” y, por fin, con la tuba te aclara: “…y eso es un oso”. Y todo porque la sinfonía se llama “La campiña de Essex”, o algo así. Y con sus explicaciones de sobrado listillo me ha jodido mi experiencia propia con la música, que es un arte que te llega directamente al corazón sin necesidad de traducción alguna ni racionalización erudita.
Que sí, que a lo mejor los gorgoritos de la flauta representaban para el autor a los pajarillos del campo –o quizá no…–, pero esa información o traducción no hace que disfrutes más o menos de las notas musicales, las melodías, las armonías y los ritmos. La música te ha llenado el alma…

Volviendo al cuadro que estamos disfrutando, y si me he maravillado ya con la ejecución de la obra de Kline,
¿para qué destripar su secreto más íntimo? Yo no me atrevería a lanzar una propuesta cultureta sobre un supuesto «vacío existencial y el desequilibrio emocional ante el vértigo de lo insondable» o cualquier otra interpretación torticera, interesada o, simplemente, pedante… Básicamente porque a mi me parece que el cuadro está equilibrado. Los pesos de los colores y su juego del escondite creo que no reflejan una esquizofre- nia ni un desequilibrio emocional. No me atrevo a decir eso… ¡pero tampoco lo contrario!
Yo, lo que veo y siento –que es lo que me importa a mi… aunque a ti te transmitirá otra cosa– es una mancha oscura inquietante. Y puestos a ponerle emociones a lo que vemos, y si queremos llegar hasta ahí, pues puede que queramos ver en ese trazo oscuro y apabullante una duda, una incertidumbre. O también podría ser una certeza rotunda y demoledora, que es justo lo contrario. Ninguna de las dos interpretaciones me van a hacer disfrutar más o menos de su contemplación.
El caso es que hay un elemento principal muy rotundo, que para cada uno puede ser esa duda o esa certeza… o cualquier otra cosa, que oculta otros elementos que se asoman tímidamente.
Pero si decidimos que fuera esa nuestra interpretación, todos hemos estado en situaciones parecidas. En el supuesto de la duda: ¿quién no se ha sentido atrapado por una duda que solo se veía cuestionada por algunos aspectos luminosos que aparecen detrás asomándose tímidamente, pero que no tenían la suficiente fuerza como para resolver el enigma o el asunto que nos interpelaba?
O al contrario, en el caso de la certeza apabullante: ¿quién no se ha sentido condicionado y/o aplastado por una puñetera realidad demoledora y que solo veía algunos resquicios de esperanza asomándose por algún rincón, pero no lo suficientemente fuertes como para sacarnos del miedo, de la angustia y del dolor?
Y, ¿cuántas otras interpretaciones más podría tener?, ¿quizá las mismas que el fulano que mira por su retrovi- sor de su coche?, ¿no es suficiente aliciente como para pararse a pensar y embriagarnos de ese remolino de emociones? ¿Cuántas emociones nos transmite este arte abstracto?, ¿lo habíamos pensado antes? Fijáos…
¿cómo se podrían plasmar y expresar estas últimas preguntas en al arte figurativo? Pues creo que sería muy difícil.
Y para mi ahí está el valor de lo abstracto: transmite emociones libre y puramente con las que cada cual lo quiera adornar. Nos concierne a todas, y eso es una riqueza y un lujo asiático, porque cada cual le podemos asignar nuestro propios valores.
Luego vendrán los estudiosos de la obra de Kline y me dirán que, por la investigación de sus cartas a su pareja, a sus amantes, a sus galeristas o a sus amigos, en realidad este cuadro significa tal o cual cosa. Y entonces me habrán jodido mi experiencia ante esa obra. Y eso es una pena muy grande porque ya no la veré con mis ojos sino con los de sus biógrafos. Idos al pedo, listillos… ¡Si yo lo que quería era disfrutar el cuadro con mi propia mirada! No me lo expliquéis, porque ni lo necesito ni lo quiero… ¡déjadme vivirlo por mi mismo!
¿Quién decide qué puñetas es arte?
Esta es una gran pregunta. No porque la haya echo yo, sino porque está en la mente de todas.
En la era de la Inteligencia Artificial, le pregunté a este recurso que tanto nos cautiva ahora y que tiene más peligro que una piraña en un bidé: ¿quién decide qué es el Arte?

Y la respuesta que me dio la IA fue la siguiente (la resumo un poco, porque cuando la IA se pone exquisita e intensa se explaya a gusto):
«Qué es el arte lo deciden entre los galeristas y los comisarios de las exposiciones, los críticos que analizan la historia del arte y pueden promocionar a un artista en concreto». Aquí quiero mencionar que Vincent van Gogh no vendió ni un solo cuadro en su puta vida… bueno, sí, en realidad vendió uno, pero a su hermano Theo, y vivió siempre en la miseria. ¡Menuda vista miope y torpe la de los galeristas, comisarios y críticos de la época…! ¿no eran los encargados de decidir y definir qué es el arte?).
Continúa la IA aclarando que la definición de qué es arte está en manos –además de los mencionados más arriba– de los coleccionistas de arte (que me parece a mi que, a fin de cuentas, se mueven por la codicia), el público (que acude a las exposiciones que le digan los medios de comunicación masas que debe acudir) y el mercado (y yo me pregunto, ¿cómo coño el mercado puede decidir qué es arte y qué no es arte?
Toda esta visión de la presuntamente inteligente IA me parece una aproximación mercantilista que tiene que ver mucho con la industria y negocio del arte, por supuesto (galerías, ferias, exposiciones…), pero no sé yo hasta qué punto esa visión mercantilista puede descalificar a un autor o ensalzar a otro en términos de cali- dad de su obra, sino de sus números.
Y, ¡oh, sorpresa!… Extrañamente la IA no menciona a los artistas, ¡fijaos qué curioso! Resulta que los que ponen toda su sabiduría, experiencia, investigación, corazón y hasta las gónadas en sus cuadros… ¡no son quienes deciden qué es el arte!
Pues me da a mi la sensación de que, fundamentalmente, los artistas son los que deben decidir si sus obras están a la altura de su esfuerzo o, por el contrario, se deshacen de esos trabajos fallidos según su criterio, que es el único que sabe diferenciar si el autor está contento con esa obra o no.
No son pocos los cuadros en los que los conservadores de los museos observan, gracias a las radiografías y otras técnicas de análisis físicos, que un autor pintó un cuadro encima de otro que no le satisfacía, a cuentas de su autoexigencia artística.
El arte abstracto es consecuencia de una evolución artística muy pensada y trabajada a través de los años. Y mi humilde opinión es que son los artistas los que dicen si una obra es parte de su trabajo o no, si un cuadro es una simple prueba o si se trata de un trabajo bien elaborado y concluso.
Y ya para terminar esta primera entrega (me disculpo por la pesadez que os he hecho leer, aunque espero que a alguien le resulte interesante y novedoso) quiero afrontar un último giro de tuerca.
Hubo un pintor llamado Jackson Pollock (1912-1956), que fue un gran referente del expresionismo abstrac- to estadounidense, y que en su última y larga etapa, se implicó en una técnica –que ya había aparecido antes, pero que él la llevó a su máxima difusión– llamada dripping («chorrear» o «gotear», en castellano).
Esta técnica consistía en eso mismo: tumbar un lienzo en el suelo, empapar la brocha en el color elaborado y mezclado previamente (¡hay que saber mezclar colores!) y salpicar, chorrear y dejar gotear la pintura en el lienzo desde lo alto, sin que hubiera contacto entre la brocha y la tela.
Bueno, pues no hay nada que más soliviante y exacerbe a los carcas y retrógrados que el dripping de Pollock.
«¡¡¿Eso es arte?!!» se preguntan indignados, con los ojos inyectados es sangre y rezumando espuma en la comisura de sus labios.

Cuando uno mira un cuadro de Pollock tiene aún más dificultades que en la obra de Kline que hemos repasado hoy, porque en este último se adivinan formas y colores bien diferenciados, pero en el trabajo de Pollock eso es imposible.
Uno necesita una mañana entera –o mañana y media– para dejarse embriagar por uno solo de sus trabajos, es una profusión de información a la que necesitas llegar bien desayunado –un buen bocadillo de tortilla de patatas, unas buenas lascas de queso manchego, unas finísimas lonchas de jamón serrano, y un buen vaso de Valdepeñas (así, sí) en el gaznate y para no desfallecer en el intento de sumergirte en ese mar de informa- ción–.
Me encanta Pollock. No solo porque es como es, por cómo resuelve una propuesta revolucionaria, sino porque molesta –y muchísimo– a pazguatos, pazguatas y resentidas que se persignan miles de veces como si hubieran visto al mismísimo diablo.
Y por eso era necesario en aquellos años. Porque necesitábamos –y necesitamos aún– referentes culturales importantes, como dije en mi artículo sobre Amy Winehouse, que rompan las barreras y den unos cuantos pasos adelante. Porque en cuestiones vida cultural ya lo estamos necesitando… Que mirad lo que se nos viene encima.
