Nota del Día: Medio siglo después, la intemperie de la memoria
Porque olvidar nunca fue una opción inocente

Recordar, cuando todo empuja al olvido / #Tintamanchega

by | Nov 20, 2025 | #Manchacultura

La celebración de actos como el del que sucederá el 21 de noviembre a las 17:00 en el Prado en el marco de “España en Libertad – 50 años”, nos recalca la importancia de sostener la memoria democrática cuando más acechan nostalgias que la distorsionan.

El viernes 21 de noviembre, en los Jardines del Prado, un acto aparentemente sencillo se coloca en el centro de un hilo que une dos épocas. Es un hecho que no va solo, pues los actos llevan sucediéndose desde el 19 de noviembre y se prolongarán hasta el 15 de diciembre.

Bajo el título “España en Libertad – 50 años” y organizado por distintos organismos púbicos, la ciudad recuerda una fecha que, más que un punto final, fue un inicio. El día en que la muerte del dictador Francisco Franco abrió un espacio histórico que aún habitamos medio siglo después.

La conmemoración no busca reconstruir un pasado fosilizado; aspira a intervenir en un presente que a veces parece olvidar de dónde viene.

A las cinco de la tarde, cuando la luz empieza a ceder y la ciudad adopta esa tonalidad ambigua entre lo cotidiano y lo ceremonial, asociaciones del tejido social como Cruz Roja, Accem, o Consejoven, y tantos otros colectivos que trabajan en el día a día allí donde la democracia se vuelve concreta, ocuparán el Prado junto a varias bandas locales.

Sonarán The Víboras, The Blue Olive, Lewismi, Muntz y The A-43, nombres que quizá no forman parte del canon histórico nacional, pero que tienen la virtud de habitar el territorio real donde se sostienen las libertades. El territorio de la comunidad que se reconoce y se escucha.

No hay solemnidad impostada en ello; hay una celebración coral que hace de la música, la convivencia y el espacio público un recordatorio de que la democracia es, ante todo, una práctica comunitaria.

Recordar un acontecimiento no significa encerrarlo en vitrinas. La memoria democrática no es un archivo al que se baja de vez en cuando para legitimar ceremonias, o no debería serlo, sino un territorio vivo que nos obliga a interrogarnos.

¿Qué significa, medio siglo después, celebrar la libertad? ¿Qué cicatrices persisten bajo el barniz institucional? ¿Qué tensiones permanecen latentes cuando el relato de la transición se repite sin matices, como si fuera un relato pacificado y no el resultado frágil de negociaciones, renuncias y miedos compartidos?

La democracia española no surgió como una aparición ordenada; nació en la incertidumbre, en la convivencia inquieta entre lo que se despedía y lo que aún no tenía forma. Y de aquí que la tarea de nuestra generación sea desmontar las simplificaciones, reconstruir nuestra narrativa, recuperar la textura de aquel instante fundacional y reconocer que la libertad no es un estado, sino un proceso sometido a desgaste, a presiones, y a tentaciones autoritarias que reaparecen con otros lenguajes.

La efeméride de mañana, los cincuenta años de la muerte de un dictador, no necesita épica para justificar su relevancia. Basta con observar el clima actual.

La erosión de los consensos que creíamos indestructibles, la facilidad con la que lo colectivo se disuelve en discursos identitarios, la trivialización de la política en un mercado de afectos inmediatos. En ese contexto, la memoria no es un lujo académico; es un método de defensa democrática. Recordar, cuando todo empuja al olvido.

Por eso, los actos que tengan lugar estos días, tienen un valor que excede el protocolo. Las asociaciones, los colectivos sociales, los jóvenes que participan sin la carga del recuerdo directo, todos juntos en un espacio público, encarnan algo que a menudo pasamos por alto: La libertad no se sostiene en los grandes monumentos. Se sostiene en la vida cotidiana de las comunidades, en su capacidad para convivir sin necesidad de unanimidad, y en la aceptación de que el desacuerdo es parte de la arquitectura democrática.

La cuestión ahora no es si somos libres o no, sino qué hacemos con esa libertad. Si la convertimos en mera rutina o la ejercemos como conciencia activa. Si aceptamos la responsabilidad de mantenerla frente a quienes la reducen a un decorado retórico. Si entendemos que la democracia se deteriora silenciosamente, sin grandes derrumbes, cuando dejamos de prestarle atención, o la damos por hecho.

Cincuenta años después, el verdadero problema no es el pasado, sino nuestra relación con él. Una democracia madura debería permitirse examinar sus logros sin miedo y sus fracturas sin cinismo.

Si este aniversario sirve para algo, quizá sea para recordarnos que la libertad no se defiende con consignas, sino con instituciones sólidas, debates incómodos y una ciudadanía libre dispuesta a pensar más allá del clima inmediato. Ese es el trabajo pendiente.

Porque, al final, toda generación acaba pagando su factura: La de lo que hizo, la de lo que dejó sin hacer y, sobre todo, la de aquello que prefirió no mirar. Conviene asumirlo sin rodeos, como quien firma un recibo inevitable.

Lo que está en juego no es el recuerdo de un tiempo muerto, sino la manera en que elegimos vivir el que nos toca, conscientes de que en ciertas Españas que hoy se invocan con nostalgia, vidas como la mía habrían terminado antes de empezar.

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