Nota del Día: Por el derecho a habitar el espacio públicoLo que el “clean look” urbano intenta hacer desaparecer

Nota del Día: Por el derecho a habitar el espacio público
Lo que el “clean look” urbano intenta hacer desaparecer

En las ciudades contemporáneas, donde la prisa se impone como norma y la vigilancia se disfraza de orden, el espacio público se ha vuelto el termómetro más preciso de nuestra vida democrática.

Allí donde convergen los cuerpos, los ruidos, los ritmos y los conflictos, aparece una pregunta que rara vez nos hacemos con claridad: ¿Quién tiene derecho a estar en la ciudad?

Durante décadas, se nos ha enseñado a pensar la calle como un lugar de tránsito, un mero corredor entre lo privado y lo productivo. La consigna implícita es simple: Circulen, no se detengan, no incomoden. Al final, la calle se convierte en un eterno circuito donde la gente corre sin necesidad, corre a donde sea, sin saber dónde va, pero corre.

A pesar del macabro intento de convertir el tránsito en una muerte en vida, los cuerpos son tercos y la vida urbana, efervescente. Por eso las plazas vuelven a llenarse, los parques se convierten en aulas improvisadas, y las avenidas se transforman en escenarios de protesta.

Cada vez que alguien se sienta bajo un árbol, que un niño juega donde “no debería”, que un colectivo marcha para ser visto, la ciudad recuerda algo esencial: Lo público no existe si no es habitado.

Ocupar el espacio público no es una amenaza, como a veces se etiqueta desde discursos que confunden orden con silencio. Es, por el contrario, un ejercicio profundamente democrático.

Cuando alguien decide estar, permanecer, mostrarse, reclamar o simplemente conversar en una esquina, está afirmando que la ciudad no es un decorado ni un activo inmobiliario, sino un bien común. El acto de ocupar se vuelve entonces político, incluso cuando no pretende serlo. Ocupar el espacio público es la insistencia de un cuerpo por no ser borrado.

Pero, si ocupar es la presencia que irrumpe, habitar es la presencia que permanece.

Habitar es tejer memoria. Es la repetición lenta y afectuosa de gestos cotidianos que, con el tiempo, transforman un espacio en lugar.

Hay quienes habitan porque no tienen otro sitio posible; quienes habitan porque encuentran en la calle un espacio de libertad que les niegan las instituciones; quienes habitan por necesidad económica, cultural o emocional. Todos ellos construyen ciudad tanto o más que los planos urbanísticos o los renders futuristas.

Sin embargo, la tendencia global apunta en otra dirección. Una ciudad como mercancía, como vitrina limpia y controlada donde la imprevisibilidad molesta y la diversidad se tolera solo si es rentable.

A nombre de la “recuperación del espacio público” se despliega una lógica que expulsa a quienes no encajan en el ideal higiénico del consumo. Se criminaliza la pausa, el encuentro, la informalidad, la protesta; se despliega mobiliario hostil, se privatizan playas, plazas y centros históricos.

Un ‘clean look’ del urbanismo que tarde o temprano rechaza todo lo que se diferencia de quien establece las “normas”.

Aquí aparece la contradicción central de nuestro tiempo: Queremos ciudades vibrantes, pero tememos la vida urbana real. Queremos habitar el espacio, pero quien lo ocupa nos da “cringe”.

Habitar la ciudad implica aceptar el conflicto, la mezcla, la presencia del otro. Implica entender que la vida pública es ruidosa, política, desigual, pero también fértil, creativa y profundamente humana.

La defensa del espacio público no es nostalgia ni romanticismo: Es una apuesta por una ciudad donde todas las personas, no solo quienes pueden pagarla, tengan derecho a escribir su historia.

Porque cada banco ocupado, cada sombra compartida, cada protesta que interrumpe el tráfico, cada vendedor que arma su puesto al amanecer, nos recuerda algo poderoso: La ciudad es, en esencia, un territorio en disputa, y la democracia se mide en la posibilidad de habitarla.

Quizá sea hora de dejar de temerle a lo público y empezar a celebrarlo. De comprender que, sin cuerpos que lo llenen, lo recorran y lo transformen, ningún espacio es realmente nuestro.

El espacio público olvida rápido. Lo que no resiste, se borra.

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