La Mancha se ha convertido, para muchos de sus propios habitantes, en un territorio del que es necesario marcharse para poder crecer. No porque falte talento o voluntad, sino porque las condiciones políticas y sociales hacen que cualquier proyecto creativo, innovador o simplemente distinto encuentre demasiadas dificultades para desarrollarse.
La región arrastra una inercia que la empuja hacia la inmovilidad, como si soñar o crear y poder vivir de ello fuera un lujo prescindible y no una herramienta esencial para construir comunidad, identidad y futuro.
Las instituciones públicas, que deberían ser las primeras en sostener el desarrollo, se han limitado con frecuencia a gestos superficiales: Actos puntuales y fotos para la prensa, programaciones esporádicas o iniciativas pensadas más para cumplir con el expediente que para generar verdadero tejido creativo.
La falta de infraestructuras, de financiación estable, de bonificaciones o ayudas para nuevas entidades o autónomos, de planificación seria y de un compromiso prolongado en el tiempo provoca que las ideas, de toda índole, se desvanezcan antes incluso de poder intentarse. No existe un ecosistema que acompañe, que estimule, que permita equivocarse y volver a empezar. Y sin ese contexto, la creatividad se vuelve una rareza en lugar de una posibilidad.
Pero la ausencia institucional no es el único obstáculo. También pesa la mirada de una sociedad que, acostumbrada durante décadas a la repetición de lo mismo, recibe con desconfianza cualquier propuesta que se salga de lo esperado.
En muchos pueblos manchegos, quien decide emprender un proyecto nuevo, se enfrenta al escepticismo de su propio entorno, a la sensación de que innovar es un acto casi irresponsable, a la certeza de que faltará «público», apoyo o simplemente interés. Existe un arraigo profundo a la tradición, valioso en muchos aspectos, que en ocasiones se convierte en una barrera para aceptar lo nuevo, para imaginar otras formas de vivir el territorio.
Esta combinación de indiferencia institucional e incredulidad social provoca una fuga que va mucho más allá de la habitual migración laboral: Es una fuga de sueños.
Quienes se marchan no lo hacen solo para obtener mejores oportunidades económicas, sino para respirar un aire donde sus ideas no parezcan un exceso, para encontrar espacios donde puedan crecer sin tener que justificar su existencia a cada paso.
Se van a ciudades donde la cultura es entendida como un motor y no como un adorno, donde la experimentación se premia en lugar de castigarse, donde el fracaso no supone un estigma irreversible.
Lo más preocupante no es que se vayan, sino que muchos dejan de imaginar un regreso. Y un territorio que no retiene ni recupera a quienes desean crear se aboca, inevitablemente, a convertirse en un páramo cultural y social, un lugar donde lo que podría haber sido, siempre se queda a medias.
Sin embargo, esta situación no es irreversible. La Mancha tiene historia, tiene identidad, tiene voces potentes que merecen ser escuchadas. Podría ser un foco de creación, ideas y pensamiento si existiera la voluntad política y social de sostener la creación como un derecho y no como un adorno estético. Para lograrlo haría falta inversión real, continuidad, escucha activa y un cambio profundo en la percepción colectiva sobre el valor de las ideas.
Nada de esto ocurrirá de forma espontánea. Pero mientras no se apueste por abrir espacios, por acompañar procesos, por confiar en la capacidad creativa de quienes habitan la región, La Mancha seguirá expulsando a sus propios creadores. Hay iniciativas que lo intentan, que toman carta y tratan de sostener, pero aún falta una acción real si no queremos perder a nuestros creadores. No porque estos sueñen demasiado, sino porque aquí, demasiadas veces, soñar parece imposible.






