En esta tierra donde el horizonte parece no cansarse nunca de ser infinito, el vino tinto no es sólo un oficio ni una costumbre: Es un modo de estar en el mundo. Hoy, en el Día Mundial del Vino Tinto, la Mancha levanta su copa, firme, recia, como sus cepas, para recordar que detrás de cada sorbo hay siglos de polvo, paciencia y pueblo.

Porque aquí, donde el viento sabe a vendimia y las manos se agrietan antes que las promesas, el vino tinto nace como se nace a lo grande, enfrentando el sol, retando a la sed, abrazando la tierra. Y luego, ya en bodega, se aquieta y se afina como los buenos temperamentos, esos que saben que para decir algo importante no hace falta gritar.

El mundo celebra hoy el vino tinto, pero la Mancha lo celebra cada día, en cada mesa donde la vida se hace pan y conversación, en cada taberna donde un vaso es excusa para enderezar penas o brindar por cosas que aún no existen. Aquí el vino no es lujo ni adorno: Es verdad. Y la verdad, cuando se sirve a temperatura justa, reconcilia.

Que no nos engañen las modas ni los estantes rimbombantes: La grandeza del vino tinto está en lo que cuenta, no en lo que presume. Y lo que cuentan nuestros tintos manchegos es claro: Que el territorio importa, que la gente importa, que el tiempo importa. Que ningún logro se cría de prisa.

Hoy, en este día de homenaje global, la Mancha recuerda al mundo que sus tintos son hijos del silencio de los campos, de la noble testarudez del trabajo y del respeto profundo a una herencia que sigue viva.

Si algo distingue al vino tinto manchego es su capacidad de hablar con voz propia sin necesidad de grandilocuencias. En sus variedades más emblemáticas, como la tempranillo, se reconoce ese equilibrio que solo dan los climas extremos, donde la vid aprende a resistir para luego ofrecer lo mejor de sí.

La tempranillo manchega conserva la fruta sin perder el carácter, mantiene la frescura aun bajo veranos que derriten certezas y conserva un corazón rojizo que recuerda ciruelas, moras y, a veces, un eco de tierra húmeda cuando la lluvia decide visitar.

Junto a ella, la cencibel, hermana cercana y tan manchega como un campo de esparto, aporta ese toque de redondez que tantos buscan en un tinto amable, mientras que la garnacha tintorera regala colores profundos como crepúsculos de julio y una intensidad que parece haber atrapado la esencia del sol.

Y para quienes buscan personalidad sin concesiones, ahí están los tintos de cabernet sauvignon o syrah que la región ha aprendido a domar, integrando su fuerza con la serenidad del paisaje.

Pero no sólo son las variedades las que dan forma a este carácter, sino el propio territorio. Las llanuras abiertas, el silencio casi sagrado, la influencia de inviernos que muerden y veranos que abruman, hacen que cada racimo sea una pequeña victoria contra los caprichos del clima.

El vino tinto manchego no se disculpa por ser como es: directo, honesto, sin artificios. Tal vez por eso, cuando descansa en barrica, adquiere esa dimensión tranquila que recuerda al tiempo pausado de los pueblos, a las sobremesas largas, al olor del mosto impregnado en las calles durante la vendimia.

En los últimos años, la Mancha ha demostrado que tradición e innovación no son enemigos. Se experimenta con crianzas más precisas, con maceraciones más cuidadas, con expresiones que buscan resaltar lo propio sin renunciar a lo contemporáneo. Y sin embargo, en todas estas nuevas formas, late una identidad que no se quiebra: la convicción de que el buen vino nace de la mezcla exacta entre humildad y orgullo.

Brindemos, pues, no sólo por los vinos, sino por quienes los hacen posibles: Los que madrugan, los que podan, los que cargan con cajas de esperanza y los que, al final del día, descorchan un logro sencillo, rojo, sincero.

Que viva el vino tinto. Que viva la Mancha. Y que nunca falte una copa para celebrar lo que somos.